Malditos bastardos marca un antes y un después en el cine de Tarantino. El creador de
Pulp Fiction se despide de la acción y prefiere centrarse en largos soliloquios, casi siempre resueltos a golpe de pistola. La palabra gana, aunque Tarantino también viaja hacia lo explícito con sus cabelleras arrancadas y tiroteos apasionados. La mezcla, resuelta en cinco capítulos, es tan desigual como original. Y también teatral, porque
Malditos bastardos, que retoma la venganza como tema principal de
Kill Bill, está
poblada de personajes estúpidos, a cada cual más peculiar y zoquete. Esta es sin lugar a dudas la gran opereta de Tarantino, una película excesiva, llena de gags, referencias a otros y citas propias. Para más colmo, también podría describirse como
el intento más evidente por parte de Tarantino de crear cine dentro del cine, con un homenaje bastante curioso al cine alemán de los años 20 y 30. De la comedia surge la crítica, y de ambas (la doble cara de un autor tan profundo como cachondo) surge
Tarantino, el bastardo más importante del elenco. 'Puede que esta sea mi obra maestra', reza el personaje de Aldo al final del pastiche. Tarantino se ríe de sus criaturas y de sí mismo, ha dejado de tomarse en serio y su verborrea registra sus cuotas más interesantes (también las más densas). No merece maldiciones, pero
Malditos Bastardos, vitaminada y grandilocuente, no es la obra maestra que muchos pregonan. El espectáculo, la película dentro de la película, sigue valiendo la pena.
Los personajes, bufones de una historia imprevisible, oscilan entre el thriller y la comedia absurda, el gore y el cine bélico. Entre este grupo, el personaje de Hans, excelentemente interpretado por Cristoph Waltz, se eleva como una de las creaciones más potentes de la casa. Personaje irónico, incómodo, ávido y provocador que, en un giro sorprendente, se convierte en el rey de los bastardos, en el gran mentiroso, en el incansable manipulador. Waltz, base de un primer capítulo irreprochable, camina hacia el Oscar aunando la trascendia del vaquero Eastwood, la locura de cierto Kubrick y el aroma clásico de la factura Tarantino. Hitler actúa a modo de Chaplin y los nazis son payasos de doble cara. Un gran cachondeo.
Pero la miga de este postre tan exquisito como empalagoso es Mélanie Laurent, la propietaria de un cine pequeño, antes perseguida por el diablo Waltz. Tarantino, que también babea con la curvas de la infravalorada Diane Kruger, vuelve a mostrarnos con este personaje su afición a las mujeres fuertes, sexys y criminales, aunque la película sea una historia directa, masculina. El conjunto, con o sin el descubrimiento de Laurent, es un plato poco equilibrado, pero con unos ingredientes jugosos. No es una película fácil y está destinada a dividir al público, incluso al seguidor más fiel y convencido. Una peculiar y políglota forma de contar la historia de siempre... pero al revés.
Nota: 9 / 10