martes, 27 de octubre de 2009

TAKING WOODSTOCK 9 / 10

Ang Lee ostenta una de las trayectorias más eclécticas de la actualidad. Prueba de ello es esta lectura de Woodstock, todo un mito que el hongkonés lleva a su terreno. Aquí no encontraremos ningún homenaje a los cantantes del evento, pero sí un guiño a quienes organizaron y ocuparon las praderas de unos Estados Unidos en ebullición, en revolución. Lee quiere retratar una época, un país, una sociedad; y, a la vez, nos muestra la evolución de un personaje que viaja de la mojigatería a la locura, del deber a lo políticamente incorrecto. Se aplaude la intención de crear una historia universal, buen rollista, abierta a quienes no conocen ni guardan especial interés por el concierto de 1969. Lee opta por la esencia de Woodstock y la plasma de forma coral, al final irregular y excesiva. A ratos parece la versión de Woodstock de Gus Van Sant (formas de videoclip, exaltación de la homosexualidad), mientras que en algunas escenas identificamos las sabias formas de Brokeback Mountain o Deseo, Peligro (afloran valores como la tolerancia, la unión y el apoyo entre colegas, por muy utópica que fuera la empresa y por muy discutibles que fueran los ideales de ‘paz, amor y música’). El resultado es un canto a la libertad, una historia simpática sobre un personaje que se confunde y se desborda, que se angustia y se desmelena. Aunque es una cinta claramente descompensada (algunos momentos solo funcionan como capítulos a parte: véase la escena ‘colocón’ con Paul Dano), supera con creces las expectativas. Será una obra menor, pero los caminos que explora, estética retro incluida, son poco habituales.


Taking Woodstock, por sus características, es un film condenado a cierto ostracismo. No hay ninguna gran estrella que sustente el conjunto; incluso el cartel promocional, pese a todo bastante acertado, no parece servir de reclamo. Es la primera vez en el que el mayor gancho de un film es el nombre de Ang Lee. Ello me lleva a considerar Taking Woodstock como el descanso del héroe, la película que realiza el artista tras haber reunido fama y prestigio (y, a nivel práctico, subvenciones para financiar historias más arriesgadas). Para los que se adentren en este universo de bohemia a ciegas, el film regala una Imelda Stanton histriónica para el recuerdo. Si olvidamos un final bastante manido (no por ello menos bueno: Lee deja vía abierta para que cada uno de sus personajes inicie un nuevo ciclo y viaje), la historia va de menos a más y transmite armonía. El cinéfilo no puede sentirse defraudado: el director, aunque sin hacer ruido y con la boca pequeña, lo ha vuelto a conseguir. Y tras la clausura del concierto, la duda: ¿dónde nos llevará Lee en sus ansias por no repetirse? Seguro que al olimpo del buen cine.