Séraphine es la biografía de una artista tan ridícula como sublime. El esquema consabido de toda historia que narra la vida de un personaje no se repite en este caso, un gran punto a favor para un
film de estética oscura, sobria, elegante. Provost plantea su obra, su lienzo en blanco, como un cuento lleno de belleza y amargura. La protagonista, que, en manos de otros, sería una marioneta de culebrones y momentos dramáticos, se comporta aquí de una forma rotunda pero ambigua, normal a la par que extraña. Hay en
Séraphine una exploración de la mente tarada del artista, un viaje a la psicología del loco, un aséptico trazo de seres marginados que han vivido al margen de la historia en mayúsculas, de los avatares del arte y sus conocidos autores. Provost, como hace el marchante de arte alemán en el film, se queda anonadado ante el descubrimiento de su cenicienta pintora y la estudia en silencio, revisando sus pasos, oteando sus rutinas y pintando en silencio sus muecas y cantos.
Séraphine es una oda a la pausa, aunque su personaje encierra una furia especial. La contemplación, redondeada con unos decorados exquisitos, denota respeto, sosiego. Un intento noble de crear cine a imagen y semejanza del que se hacía en un pretérito, una cinta tan anacrónica como los cuadros que pintaba Séraphine de Senlis, aunque, en su caso, sus murales florales eran adelantados a su tiempo. Sea como sea, una reunión de incomprendidos (por ser alemán y huir de una guerra que no le concierne, por ser una borrachina nacida y educada para servir, por ser un autor sin etiquetas que dirige una cinta cada cinco años).

A veces tanta calma nos colma de nerviosismo, una paradoja que se cumple con
Séraphine. El film es demasiado correcto, solemne en exceso.
Reune los defectos de toda pintura pulcra que, aunque encierra un mundo muy rico de colores y sensaciones, no transmite nada. Hay oficio, pero el conjunto no brilla. Incluso Yolande Moreau, tan alabada por su labor, transmite cierta apatía e incomprensión. Es difícil conectar con el mundo de
Séraphine, básicamente porque el espectador no sabe cómo interpretar tantas excentricidades, tantas idas y venidas. El artista se ha extasiado al retratar a su musa, incorrecta y feísta criada; lástima que la pasión no trascienda. Sea como sea,
Séraphine es una película interesante, con una ambientación excelente y una estructura narrativa bastante eficaz y nunca manida. Incomprensible, pese a todo, que el César la premiara sin tener en cuenta el excesivo y fascinante retablo de
Un cuento de navidad. Hay cuadros y cuadros...