viernes, 9 de octubre de 2009

Crítica de AGORA

Amenábar, en una noche de estrellas, empezó a idear la que sería su quinta película. Tras ver el resultado de este trabajo tan laborioso como esperado, no cabe duda de que Amenábar se distancia cada vez más del cine español; es más, también se distancia del cine en general. El chileno reivindica su estilo ecléctico, su lugar en esta agora majestuosa. La película es, ante todo, una reflexión sobre la intolerancia, aquí mostrada en forma de avatares religiosos, luchas entre las fuerzas judías y las cristianas. Amenábar retrata la Alejandría en decadencia y establece un vínculo con la actualidad, cuando una crisis económica y moral carcome el sistema. Los cambios se producen en momentos convulsos, y Amenábar cambia de registro, abraza la madurez y aúlla su independencia. El autor y su obra se funden, como también quedan en eterna simbiosis los pergaminos de la Biblioteca de Alejandría e Hipatia, heroína que triunfa desde la palabra. Agora es la historia de un triángulo: Hipatia, Davo y Orestes. O mejor dicho: Davo, Orestes y Amenábar, los tres aprendices que miran su musa cual deidad. El respeto, la pulcritud por no manchar la figura de Hipatia es paralela al buen trato que ejerce Amenábar con Weisz, cara de autoridad y gran belleza. Y al final, Agora abandona el triángulo para ser una película circular, completa y compleja, llena de indirectas y relaciones. Geometría cinéfila bastante peculiar.




Agora funciona más como invento que como homenaje a algo ya hecho (y, por concepto, antiguo). La Alejandría de Agora es un recital de excelentes decorados y vestidos, aunque la sensación de grandeza se complete con el tono elegíaco de una superfície marrón, desnuda, descarnada. Agora es una película anacrónica, no porque reviva las formas del peplum, sino porque prefiere impactar más a nivel intelectual que emocional, un objetivo y un logro poco común en la actualidad. Por ello, la Alejandría de Amenábar se asemeja más al Dogville de Von Trier que al Egipto de Mankievich: aquí no hay mitos, pero sí seres humanos; no hay admiración, sino crítica; no nos deslumbran las cualidades técnicas del conjunto, o al menos no tanto como la parte menos palpable, dedicada a recordarnos que nuestra especie es, fue y será malvada, y que siempre compartirá un mismo cosmos. Al optar por los planos largos y travelings, Amenábar borra la violencia visual, entiende los dos frentes de la batalla y asume la pequeñez de lo contado. Al fin y al cabo, puede que el caos también reine en otros planetas, entre otros seres, en otros momentos históricos. La escena, imaginación artesanal y a la vez tecnológica, es reveladora. Del nivel del mapa negro de 2001: odisea en el espacio (no por casualidad, la película favorita de Amenábar).



La gran sorpresa del film está en el esclavo Davo, muy bien interpretado por Max Minghella. Davo se debate entre el amor y la filosofía, la pasión y la razón, los impulsos individuales y los caprichos del colectivo. Davo duda y pauta las dos muertes que encierra la trama: la de la Biblioteca de Alejandría, cuna del saber; y la de Hipatia, en cuyo espíritu habitan la inquietud y conocimientos de los papeles ya quemados. La tragedia de Agora es gradual y, aunque no invoca a la lágrima, sí transmite una considerable sensación de tristeza (véase la elegante y para nada morbosa muerte de la protagonista). Y el espectador, como Davo, no podrá olvidar las lecciones de Hipatia (al fin y al cabo una mártir, una científica laica con un devenir bastante religioso). Lástima que Amenábar se emborrache de tanta grandeza y caiga en algunos subrallados. Agora entretiene, aunque este no es su principal preocupación. De ello respira una mezcla de frialdad y furia, de filosofía y pomposos escenarios. No es redonda: es una elipse, como al final demuestra Weisz sobre un cuadrilátero de arena. Y, pese a esto, será una de las películas del año.

Nota: 7'5 / 10