miércoles, 24 de febrero de 2010

Crítica de INVICTUS

Eastwood ya no tiene que demostrarnos nada e Invictus reafirma que el cowboy setentero es mejor director que actor. Gracias al oficio de sus responsables, Invictus sabe a buen cine, tiene aplomo en sus momentos más difíciles y nos revuelve de nuevo por dentro hasta conseguir alguna lágrima, por primera vez derramada en un rudo campo de rugby. Invictus es una película masculina, de alma republicana y esquema un tanto obvio. Por una parte, la película nos regala una primera hora de hierro, un acertadísimo retrato del Nelson Mandela político, presidente, conciliador y al final héroe. Muestra de lo sutil e inteligente de su arranque, Invictus da el do de pecho en una escena inicial que, por una parte, resume el pasado del personaje central y, por otra parte, refleja los recelos entre negros y blancos, la esencia del conjunto (Eastwood rueda dos partidos de rugby distintos con dos equipos distintos, dos lados de una misma valla, dos idiosincrasias y dos pasados: ¿no es ese el mejor resumen, a lo que deporte y política se refiere, de la película?). Mala señal si, como se dice, la primera escena es el mejor momento del espectáculo: la película enseña sus carencias al concluir con un partido de infarto donde la inercia de la remontada deportiva apaga toda connotación más seria, la de un Mandela que vibra en la grada y nos demuestra actuar cual cliché a favor de la acción descarada. Ni rastro, por desgracia, del puntillismo narrativo y la descripción de personajes de Million Dollar Baby o Mystic River, sus mejores y más recientes títulos. Pero, como no, la partida tiene los suficientes alicientes para contentar a los seguidores de Eastwood y nos entrega dos horas de sabiduría. Lo dicho: buen cine, pero menos que antaño. No es problema del entrenador ni tampoco un fallo de los jugadores: tras ganar varias ligas seguidas, un segundo puesto sabe a poco. De momento, no habrá copas ni títulos porque Invictus no ostenta ningún mérito que la haga fuerte de cara al Oscar. Los atletas veteranos, pese a todo, tienen su encanto.


Más previsible de lo debido, Invictus acaba vencida incluso en cuestiones interpretativas. Damon, un musculoso rubio de bote, encarna la transformación de toda la sociedad sudamericana blanca: primero, recelosa de que el éxito de Mandela pudiese acarrear una venganza negra tras el apartheid; segundo, víctima de su condición burguesa, impresiones que empieza a limar cuando visita con sus compañeros de equipo los barrios más pobres de su país y corrobora en persona el buen fondo del presidente. Y finalmente, Freeman es una cara creíble, el mejor Mandela posible en la ficción, aunque sus virtudes quedan ahogadas, casi muertas, por un doblaje que no nos permite saborear el cambio de voz del actor. Aún así, Freeman no consigue esa interpretación de Oscar que, tal vez erróneamente, se le pide al actor con cada uno de sus proyectos. El guión es sólido y llega a embelesar, una trampa que se resuelve con alguna línea patriótica que chirría. Que el marcador no estropee el buen juego: ¿cómo no recurrir al clínex cinéfilo y salir del cine más que contento? Las gradas esperan llenarse de buena crítica y espectadores fieles, los mismos que arrasaron las plateas de campos con nombre de Gran Torino o El intercambio, éxitos incontestables. Si los mejores equipos los designa el pueblo, y si éste es el que decide qué películas merecen el calificativo de maestras, Invictus aún tiene una última oportunidad para pasar a la historia como en su momento lo hizo Mandela. Importante, imponente pese a sus peros, potente. Victoria sin goleada.


Nota: 6