

Todo se reduce a la palabra 'romanticismo'. George es un profesor universitario que sufre la pérdida de su compañero. El luto de George pesa como una losa y se palpa por todas las paredes, cuadros y estancias de su imponente casa. George vive la pérdida como el final de algo y no espera más futuro que el pasar otro día más en su mundo de cristal, apariencias, disfraces en forma de impolutos trajes y vasos de whisky. George inspira decisión, también fragilidad: su día contempla un aurea crepuscular repleta de símbolos, pequeños hombres que lo cortejarán de una u otra forma, aunque George, siempre esquivo, sigue fiel a su querido como si se tratara de un vasallo medieval que rinde culto a la amada que nunca podrá tener. Como es un romántico, romperá los esquemas de su clase y hablará del 'miedo', a riesgo de decirnos que él siente el mayor terror posible en sus adentros. Como es un romántico, jugará varias veces con una pistola fría que ronda por su cara y garganta pero que nunca logrará disparar: se siente atraído por la muerte trágica, le encanta el componene lírico del suicidio y alimenta la muerte lenta porque sigue el dictamen de un cuerpo ya frío, ensangrentado. Como es un romántico, solo puede codearse con gente romántica, en el fondo tan soñadora como él. George vive de sombras y falsos ideales, al igual que ese guapo español que le invita a un cigarrillo o el alumno que, como él en su día, probó cuerpos femeninos para percatarse de que lo suyo marcaba la diferencia. Ese alumno esvelto es una imagen del George que en su día fue y que ahora se ha ido para siempre: por eso, aunque se juegue con la sensualidad de un posible romance, la posibilidad de un final feliz llega a destiempo y acaba en utopía. Esa ama de casa despegada de todo y curada de espantos que interpreta una radiante Julianne Moore es también George, alguien que ha cuidado durante mucho tiempo un hogar ahora en ruinas. Colin y Julianne son la extraña pareja y, de alguna forma, se necesitan, se enamoran y se seducen en un baile demencial y asexuado. Al final, el personaje muere víctima de un infarto y Tom Ford abraza por fin la vida: si la muerte llega sin avisar, si cada día puede ser el último, más vale encarar cada nueva jornada con buena cara y predisposición. Aún con esto, Ford es un esteta y le encanta ver cómo las hojas que recubren el cuerpo de George se marchitan a cada segundo. Y aunque el amor está por encima de todo, un amor anacrónico y doliente, el factor homosexual define el relato y justifica su componente kitch (no por causalidad, el propio Ford es gay: en la película, el demonio no es la homosexualidad que debe esconderse, sino el luto o, mejor aún, la imposibilidad de expresar un luto que carcome). Una película de fantasmas.

Colin Firth, el alma de este hombre soltero (más bien viudo, directamente muerto), consigue su mejor trabajo hasta la fecha. Las gafas de pasta y su look indescriptible consiguen que el espectador se olvide del actor y profundice en el personaje, un gran acierto que también compete a todo el reparto. Metafísica y poesía, para unos carente de interés, incluso soporífera; para otros, una bella e imperfecta ópera prima que puede dictar el inicio de una carrera espléndida.

Nota: 7