

El saco de defectos está considerablemente lleno. La historia nunca logra que entendamos ciertas partes de la trama y en muchas ocasiones se sitúa en tonos y escenarios fabulescos que penden de un hilo. El contexto histórico se reduce a cuatro referencias mal contadas, un craso error. Además, el conjunto paga muy caro el hecho de no tener un fin claro: hay muchas subtramas que se encuentran, desencuentran y desaparecen (sin duda, el personaje de Ariadna Gil daba para mucho más metraje). Paralelamente, el aliento cinéfilo de Trueba reaparece con un homenaje a La Dolce Vita o momentos de puro ingenio. Lo mejor de todo es que el espectador siente empatía por los seres del film, les desea lo mejor y se identifica con sus aventuras. Salvando las distancias, El baile de la victoria propone un inusual realismo mágico cuyas excentricidades y lagunas deben disfrutarse como las necesarias taras de un relato indomable, inclasificable. Olviden su mala prensa: vale la pena.

El baile de la victoria merece varias nominaciones a los Goya, honores que, a juzgar por los gustos de la Academia Española, tendrá. Su final abierto, casi engañoso, puede valerle algunos votos, pero afianza la simpatía de este bloggero: El baile de la victoria gusta aun cuando no sabemos o no entendemos demasiado. Dejen pasar el tiempo para valorarla en su justa medida. Seguro que, con o sin el Goya, será reivindicada en un futuro.