

Los países nórdicos son europeos y, por lo tanto, relativamente cercanos; inspiran confianza y, a la vez, nos atrae su recato y gélido exotismo. Los cinéfilos han bebido de toda esta euforia y es de justicia poner las cosas en su sitio: ni ABBA era un tótem musical (su film, pese a todo, pasa el examen con nota) ni Déjame entrar era una obra maestra. Si antes era elitista, bohemio y correcto entre ciertos círculos hablar bien del Dogma 95 (la moda ha cambiado: ahora debe repudiarse a Von Trier y secuaces), en la actualidad vivimos en un eterno complejo de inferioridad y los suecos, con su cine oscuro, falsamente críptico e intelectual, son los reyes del mambo. Déjame entrar es más fiel a la fórmula Crepúsculo de lo que parece y no tiene nada que envidiar a nuestras El orfanato o REC (aunque esta última no me guste por otras razones). Sí: los países nórdicos son la cuna de muchas cosas (Bergman, sin ir más lejos, nació en Suecia), pero ello no justifica tanta propaganda, tantas reseñas y tanto bombardeo. Lo nórdico está de moda... y, sinceramente, ya estamos un poco hartos.
