El verano es una etapa singular y de ella emanan historias no menos especiales. El cine ha adoptado el verano como fuente inagotable de historias por ser una estación única, personal y diferente. El calor trae consigo un cambio en nuestras rutinas y lo especial, en algunos casos excepcional, se inserta en nuestras vidas. De forma estricta, el verano empieza cuando se vacían las aulas y el cine, que no se despista, nos ha narrado desmadradas graduaciones, alocados viajes de final de curso y el inicio de campamentos, colonias y actividades de todo tipo. El verano es de los niños, aunque el estío puede ser insoportable cuando la sociedad y la familia falla (Nadie Sabe). Olvidar el trabajo implica viajar, conocer nuevos parajes; este viaje puede ser meramente paisajístico (hemos ido de vacaciones con seres tan sigulares como Mr. Hulot, Mr. Bean o la familia Rugrats), puede evocar nuestra admiración por un país remoto (de aquí que el cine nos haya regalado Vacaciones en Roma, en Shangai, en Mallorca y en Las Vegas) o puede ser un viaje metafórico, un aprendizaje, un andar sin destino (El verano de Kikujiro). Las posibilidades son variadas; todas interesantes.
Los turistas siempre piensan en la playa, y esta ha sido el escenario de divertidas propuestas. Los atascos son cita obligada (Atasco en la nacional), pero la espera vale la pena: el séptimo arte nos ha llevado a La playa del amor, roja, prohibida, de los galgos y del terror, aunque La playa, por sí sola, ya es un título evocador. Con la costa a rebosar, las grandes ciudades se vacían y todo se ralentiza: oportunidad perfecta para hacer amistades (Verano en Berlín) y disfrutar dentro de la gran urbe. Su vacío, en algunos casos, es sinónimo de soledad y miedos, porque todos sabemos lo que hemos hecho el último verano (y su asesino con garfio), porque hay Nubes de verano y Tormenta de verano, y estas son las peores: descargan duras, eléctricas, recondando que el buen tiempo no es eterno. Ya se sabe: a diferencia de la serie televisiva, no todos los veranos son azules.
El cine contempla vacaciones alternativas: algunos personajes vuelven a sus pueblos y raíces (Conversaciones con mi jardinero, Bajo las estrellas, Junebug, Las horas del verano), algunos con intenciones artísticas como rodar un utópico documental (Dies d'agost), escribir una novela (Swimming Pool) o fotografiar un parque aparentemente vacío (Blow-up: deseo de una mañana de verano). Si nos dan grima los aeropuertos, la tradición nos ayuda: sabemos que Las bicicletas son para el verano y que caminando se hace el camino (El verano de Kikujiro). Si renegamos de la playa (la Pauline de Rhomer no lo haría nunca), podemos volver a nuestros apartamentos, aunque estos encierren algún psicópata aguafiestas (Funny Games, Harry, un amigo que os quiere). Ante la violencia, el amor (Marius y Janette); ante el amor, el sexo (La comedia sexual de una noche de verano); ante las relaciones frustradas, la huida (véase la isla de Lucía y el sexo).
El otoño rompe la magia y volvemos al cíclico paso del tiempo (Primavera, verano, otoño, invierno... y primavera). Todo es efímero y Yasujiro Ozu, en su tradicional desfile de abanicos y veranos crepusculares, nos lo recordó en El final del verano, El comienzo del verano, Principios del verano y El último verano, y lo dejó intuir en Primavera tardía. Del ideal asiático obtenemos una visión del tiempo, de la cultura y las tradiciones ligada al clima y a las estaciones. Nuestro verano empieza con El sueño de una noche de San Juan y acaba con tristeza, cuando hemos despertado del sueño anterior. Todo empieza y todo acaba. Las películas, también.
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