

Con el tiempo uno aprecia el color sucio de las imágenes, esas pequeñas chispas negras y rayas danzantes que cubren la pantalla. Las luces se apagan y se produce el primer acto de intimidad: la sala de cine nos permite estar solos a la par que acompañados. El cine es un juego de seducciones en el que la película da muchas cosas y el espectador debe descifrar, atento y receptivo, el mensaje de la obra. El cine es significante y muchos significados: tras la sesión, unos espectadores esperarán su entrada y otros saldrán, ya sea para endiosar o castigar aquello que nos decepciona. Si el conjuro se ha producido con éxito, el espectador llorará el fin de la historia, sus ojos quemarán con las luces de salida y su ánimo, sacudido por lo ficticio, volverá agridulce a la vida ordinaria. Del cine puede salirse físicamente, pero no psíquicamente: toda película, para bien o para mal, siempre forma parte de nuestro ser, se incluye en nuestra experiencia, se adhiere a nuestras sensaciones y opiniones. La película nos curte, la ficción altera nuestra realidad. Arrebatado, el cinéfilo volverá a la sala y el proceso se completará una vez más, y otra, y otras tantas. El cine, elevado a la categoría de refugio, será nuestra casa, el lugar donde no nos puede pasar nada y a la vez todo es posible. Porque el lenguaje nos apoya y una cosa siempre 'irá de cine' si es satisfactoria, si cumple nuestras perspectivas y nos enamora. Porque el 'cine' es abstracto: el término se refiere al local de proyección, a la indústria de la cinematografía, a la pasión de todo espectador, a la profesión de un director o técnico, al sustento de todo crítico. El cine y el lenguaje, el lenguaje del cine. Porque la frase, aunque manida, se cumple: ¡qué grande es el cine!
