domingo, 24 de mayo de 2009

ELOGIO A LA SALA DE CINE

El mundo está lleno de peligros, miradas acechantes y ritmos frenéticos. Las fachadas de los multicines beben de ese caos: luces de neón, estructuras de plástico y metal, carteles artificiosos y, en el mejor de los casos (¿o es el peor?), colas considerables para adquirir las preciadas entradas. Una vez dentro, el edificio aparece rotundo y magnánime, repleto de comida, pósters y azulejos brillantes. Los porches de las salas de cine son una fiesta, la celebración de algo que se ha tornado frívolo y sin importancia: ver una película. Uno no encuentra las imágenes de los films más pequeños, aquellos que no se estrenan o lo hacen tímidamente en la sala más pequeña y recóndita del recinto. Porque los multicines tienen aspecto laberíntico: uno observa los pasillos y sus salas, pero el alma del lugar, el olor de las bovinas que corren, la actividad incesante de los proyectores o el pequeño estrés de una butaca, permanece oculto. Los multicines son misteriosos y poéticos, a la par que superficiales; a veces pedantes en sus formas, en su suciedad, en su mecánica y a priori antiartística actividad. 'Multicines' (no tendría sentido en singular: la palabra realza la cantidad, no la calidad) es sinónimo de arte y dinero, palomitas y reflexión; una realidad que cada espectador vivirá de una forma diferente: la película es una; los ojos que la contemplan, varios y variados.



Con el tiempo uno aprecia el color sucio de las imágenes, esas pequeñas chispas negras y rayas danzantes que cubren la pantalla. Las luces se apagan y se produce el primer acto de intimidad: la sala de cine nos permite estar solos a la par que acompañados. El cine es un juego de seducciones en el que la película da muchas cosas y el espectador debe descifrar, atento y receptivo, el mensaje de la obra. El cine es significante y muchos significados: tras la sesión, unos espectadores esperarán su entrada y otros saldrán, ya sea para endiosar o castigar aquello que nos decepciona. Si el conjuro se ha producido con éxito, el espectador llorará el fin de la historia, sus ojos quemarán con las luces de salida y su ánimo, sacudido por lo ficticio, volverá agridulce a la vida ordinaria. Del cine puede salirse físicamente, pero no psíquicamente: toda película, para bien o para mal, siempre forma parte de nuestro ser, se incluye en nuestra experiencia, se adhiere a nuestras sensaciones y opiniones. La película nos curte, la ficción altera nuestra realidad. Arrebatado, el cinéfilo volverá a la sala y el proceso se completará una vez más, y otra, y otras tantas. El cine, elevado a la categoría de refugio, será nuestra casa, el lugar donde no nos puede pasar nada y a la vez todo es posible. Porque el lenguaje nos apoya y una cosa siempre 'irá de cine' si es satisfactoria, si cumple nuestras perspectivas y nos enamora. Porque el 'cine' es abstracto: el término se refiere al local de proyección, a la indústria de la cinematografía, a la pasión de todo espectador, a la profesión de un director o técnico, al sustento de todo crítico. El cine y el lenguaje, el lenguaje del cine. Porque la frase, aunque manida, se cumple: ¡qué grande es el cine!