

Doris Dörie, desde una narración aparentemente blanca, habla de la sociedad materialista, expone la necesidad de cuidar de nuestros mayores; a partir de una historia de amor, culpabilidad, enfermedad y viajes físicos e interiores, desnuda nuestro estado de opulencia, denuncia la corrupción de una especie vampirizada por el trabajo y las apariencias, propugna un regreso a lo íntimo porque todo pasado fue mejor (los protagonistas aseguran no conocer a sus hijos) y porque lo moderno, con sus rascacielos y sus habitantes frustrados, nos aleja de la felicidad. La racionalidad de la gran ciudad crea seres irracionales, por eso el relato recompensa a la amiga del protagonista (el dinero heredado la hará más fuerte frente a las desigualdades del sistema) y no a los hijos que, demasiado centrados en trabajar, no se dan cuenta que carecen de posesiones, vida y espíritu, que traicionan a su propia naturaleza, que el bastón siempre espera escondido tras la puerta (la culpabilidad del padre encuentra expiación; la culpabilidad de los hijos, no). Dörie aparece aquí como una purista, heredera de Yasujiro Ozu o Ingmar Bergman y seguidora de los escenarios de Lost in translation o Babel. Cerezos en flor, pese a estar rodada en cámara digital, es y quiere ser una pieza clásica, austera y contemplativa; una encrucijada entre oriente y occidente; una narración plagada de símbolos y pequeños detalles. Dörie explora la senda contraria a la de, por ejemplo, Isabel Coixet o Krzysztof Kieslowski (más grave, menos ligera), y se desliga de los esquemas de las tragedias clásicas, por concepto exageradas y rocambolescas. Pese a esto, Dörie peca de poeta y, en ocasiones, aporta más información de la necesaria y fuerza la historia en pos de su mensaje (sin ser pesada, dos horas de metraje son siempre largas). Tics explicativos a parte, el film es un refugio que entretiene y purifica. Muy satisfactoria.
