

Plan oculto empieza áspero y directo: las presentaciones, reducidas a un estupendo monólogo del no menos estupendo Clive Owen, dan paso al secuestro (por decirlo de alguna manera) de un banco y, con esta escusa narrativa, seguir las convenciones de un género repetido hasta la saciedad. Plan oculto, por fortuna, evita ser una fotocopia más: incluye un humor negro que funciona, una colección de secundarios en estado de gracia, un malo imprevisible y un bueno no idealizado, algo socarrón y oscuro. La acción desaparece y Plan oculto, en su faceta más europea, deviene un film de personajes y diálogos, una trama que acaba siendo la tapadera de otro relato de mayor calado: el egoísmo y la riqueza de un banquero sin escrúpulos, pieza clave en el genocidio nazi y, por lo tanto, detestable. Los personajes, ambiguos, no divinizados, efectivos, aparecen ante nosotros a modo de piezas de ajedrez: hay peones (Jodie Foster, vieja reina del thriller yanki) y hay dos reyes (Owen-Washington, aunque el ladrón atesore al final mayor moralidad que el policía de turno). Washington se limita a orquestar las mismas muecas de siempre y el espectador siempre anela más acción (sobre el personaje de Washington, debe detectarse una pequeña pero poderosa radiografía de la estupidez norteamericana, una sociedad que se cree la mejor y que luego, como ocurre en el film, no sabe dónde está ni qué lengua se habla en Albania). Plan oculto es una obra diferente, aunque no perfecta. Su condición especial justifica el post y el tiempo invertido.
