

Mentiras y gordas demuestra que un final diferente puede alterar todo lo visto. No estamos, pese a todo, ante una trama con un sorprendente giro final: la estrategia sirve para disimular los defectos de la historia (diálogos insulsos, una ambientación muy pobre, momentos trillados y exagerados), pero no la endiosa ni la convierte en ese film generacional que muchos han proclamado. Salvo las últimas escenas, la película es un desfile de jóvenes desnudos, cuerpos musculados y escenas sexuales. No es una película pornográfica, pero poco le falta: el tratamiento idealizado y endulzado de la homosexualidad (ojalá los jóvenes de hoy en día aceptasen tan bien a sus compañeros/as gays y lesbianas como ocurre en el film) la puede convertir en la Fucking Amal española. Su sabor gay (algo que se intuye desde los títulos de crédito: gran canción de Fangoria y notable selección musical) hará que Mentiras y gordas se comercialice muy bien en América y Europa. Se cumple lo apuntado anteriormente: la película no quiere ser buena, sino ser vista por cuantos más espectadores mejor. La taquilla ha respondido. La película ha salido victoriosa.

Da miedo pensar que las jóvenes promesas de Mentiras y gordas pueden ser, en un futuro, nuestros grandes actores. El nivel interpretativo del film es penoso, como penosas son las series de donde provienen todas las caras bonitas de las fotos: Aída, El internado, Física o química, Los hombres de Paco, etc. Pese a esto, debe subrayarse la valentía de los actores por acceder a interpretar una historia tan coral (aquí no valen los egos de cada uno) y difícil. Se cumple el patrón de sexo, drogas... y música electrónica, aunque contado de una forma fácil, irreal en parte, siempre discutible. Ya se sabe: la crítica cinematográfica es la única que no puede ni debe mentir. Aviso a los padres: estas mentiras no son gordas, sino gordísimas.
