

Recordamos su argumento, aunque tampoco lo habíamos olvidado. Un chico sin nombre, misterioso, de aspecto anacrónico, bohemio y romántico espía por las calles de Estrasburgo un sinfín de mujeres, en especial una chica que cree haber visto seis años antes en un pub. Guerín utiliza esta simpleza, una anécdota sin aparente jugo, para desarrollar una película singular, más ligada a las formas e inquietudes del pasado que del presente cinematográfico. En palabras del propio director, los silencios (y diálogos inconclusos) y el ritmo (a base de travelings y planos fijos) remiten a Hitchcock, Murnau o Ozu. Guerin es un intelectual del cine y ocupa el puesto de director de forma esporádica, aunque muy seria. De esta formalidad bebe En la ciudad de Sylvia y la convierte en un experimento estimulante, una película agradable; una sonata que, por singular, no sabemos si está calculada al milímetro o contínuamente improvisada. Sea como sea, la historia, divida en tres simbólicos segmentos, funciona. Y al eclipsar(nos), En la ciudad de Sylvia desvela su otra cara moderna, más cercana al cine de Marc Recha, Jaime Rosales o Albert Serra. El antes y el ahora se pelean y se funden porque la película, por muchos motivos, perdurará como clásico de nuestro cine. Una obra a reivindicar, sin lugar a dudas.
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Cada uno debe decidir de qué trata la película. A nivel personal, la película es una oda a la inspiración y al arte, ya sea a base de dibujos, esculturas, edificios, callejones imposibles o la belleza de un rostro y una silueta femenina. En En la ciudad de Sylvia encontramos el artista perdido que busca, que encuentra y que al final se pierde en su propio mundo (no vemos el film desde su mirada porque aquí contemplamos el que sigue y la que es seguida por igual, recurso a las antípodas del modernismo de, por ejemplo, los hermanos Dardenne). La ciudad, laberinto de personajes y pasiones, es un espacio a veces onírico a veces realista, el escenario que basa el viaje y da título a la jugada. En la ciudad de Sylvia también es un cuento de fantasmas (no existe tal Sylvia, sino una ensoñación de la misma, un paradigma de mujer o musa ideal), una road movie de posibles historias, de vidas y de personajes que nunca llegamos a conocer y que el espectador debe imaginar. Guerín demuestra ser uno de los grandes porque su película inspira y porque considera que el espectador es el último y más importante e inteligente artista, el que debe dar sentido al conjunto. Por ello, En la ciudad de Sylvia puede resulta plúmbea o plana, pero también puede ser motivo de profundos estudios y revisiones. Véanla: seguro que más de un bloggero quedará prendado por Pilar López de Ayala y la extraña magia de la caminata. Sin ser maestra, sí es estimulante y supera con creces la media de nuestro cine. El esfuerzo ha valido la pena: es, desde ya, una firme candidata a desbancar nombres conocidos en próximas entregas de La película de la década. Su reivindicación no es una amenaza, sino un consejo.