
Fernando de Meirelles es un director más convencional de lo que parece. Aunque la crítica lo mime por haber orquestado
Ciudad de Dios, obra con más sombras que luces, Meirelles sigue dando palos de ciego, toda una ironía teniendo en cuenta el argumento de su última propuesta. Meirelles se cree un ciudadano concienciado, pero sus formas sucumben al panfleto publicitario, a las superproducciones que justifican su presupuesto con falsos mensajes buenrollistas. La lista ya contemplaba
El jardinero fiel, trampa letal que se ganó la simpatía de medio mundo gracias a una portentosa y finalmente oscarizada Rachel Weisz. Ahora la dama es Julianne Moore, actriz excelente que sucumbe a la fama impostada del creador.
A ciegas no es una película de autor, al menos como se entiende en la vieja Europa, pero tampoco un derroche visual y monetario de altos vuelos; muchos consiguen vencer en la medianía, caso contrario al de Meirelles, que
sucumbe a las convenciones de las tramas apocalípticas y a la filosofía obvia, barata, molesta.
A ciegas incluye un elemento irreprochable, virtud que comparten todas las obras de su autor: una estética definida y, en este caso, poco explorada (el color blanco como representación de una ceguera que también afecta a los espectadores y que sirve de original mecanismo para hilvanar escenas y jugar con la tensión de la platea). Tras estas formas,
A ciegas no remonta el vuelo porque
la trama nunca nos es contada de forma apasionada ni apasionante, aunque la primera media hora promete una película que, por desgracia, nunca llega a ver la luz (otro juego de palabras).
A ciegas se suma a la lista de películas falsamente modestas con tintes de intelectualidad y propensión a la catástrofe, un compendio que abarca el
Código 46 de Winterbottom o los
Hijos de los hombres de Cuarón. Roland Emmerich no es el ejemplo a seguir, pero debería existir un equilibrio, un término medio que no traicione lo entretenido y lo jugoso, la acción con la reflexión.
A ciegas fracasa como drama y crítica social, y los últimos minutos demuestran que Meirelles, escrupuloso en exceso con el libro de Saramago, se equivoca de registro. De esta forma, A ciegas interesa cuando se desmelena y conquista el terreno del terror, cuando se aproxima a las festivas carnicerías de Amanecer de los muertos o 28 días después (dos epidemias con mejores resultados); cuando los ciegos devienen zombies y el personaje de Moore, la guía, la líder altruista a la par que malvada. Meirelles muestra sus mejores cartas en el incendio de la prisión, el asedio del supermercado o escenas tan yankis y excesivas como la explosión de aviones a través de una televisión vieja. A ciegas es (o mejor dicho, debiera ser) una película de género que hubiera gozado de mejor salud con Shyamalan o Zombie en el puesto de director. El error no es garrafal, se perdona y la película se ve sin demasiados aspavientos... Meirelles sigue impune, pero la crítica concienzuda no puede quedarse ciega ante un caso tan flagrante de sobrevalorada grandilocuencia.
