Tierra prometida funciona como enésima confirmación de la eterna ruptura presente en el cine de Gus Van Sant, autor empeñado en situarse tanto en el terreno del cine indie como en la narrativa más comercial, sin que una constante parezca imponerse a la otra. La presencia de Matt Damon, que también ocupa las funciones de guionista, explicita todavía más esa doble vía: al ver al famoso actor es imposible no evocar la experimentación de Gerry y la contrapuesta narrativa convencional de El indomable Will Hunting, ganadora de los afectos académicos a mediados de los 90. En Tierra prometida se intuye una voluntad por equilibrar esas dos fuerzas, un intento por conciliar un cine hollywoodiense con trasfondo comprometido: sobre el film planea una descripción de la Norteamérica rural y una crítica a las tácticas de determinadas corporaciones energéticas para destruir espacios naturales de incalculable valor, pero la indecisión propia de Van Sant y la poca definición del libreto de base hace que el film, tanto en forma como en mensaje, resulte fallido, contraproducente incluso con su mensaje relativamente conciliador. En Tierra prometida no hay ni rastro del tino de Elephant, sino la ortografía convencional de un telefilm al uso, solamente salvado por la presencia de valores tan seguros como Frances McDormand o Rosemarie Dewitt. Tierra prometida, una vez presentadas todas sus cartas, no remonta el vuelo, y su voluntad por unir la encrucijada social de la historia con la peripecia personal y emocional del protagonista resulta una carambola fácil y forzada. Una tremenda decepción firmada por un director demasiado cambiante: da la sensación de que la realidad rural es muchísimo más compleja, presenta muchísimas más aristas y esconde muchísima más letra pequeña que la vista en el film, y que su giro final es la opción más conciliadora pero también la más inversemblante.
Lo mejor: El savoir faire de algunos miembros de su reparto.
Lo peor: Tiene miedo a que sus personajes resulten desagradables... y erra el tiro.
Nota: 5
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La espuma de los días de Boris Vian es una novela de lectura obligatoria en muchos institutos franceses. Seguramente Gondry leyó el libro durante su juventud, y muy probablemente el mundo personal del escritor y el desbordante imaginario del cineasta galo se retroalimentaron mucho antes de que el nombre del segundo saltase a la fama: la historia de un amor que se desintegra, la obsesión de Vian, ya estaba presente con toda su belleza, dureza y alambicada arquitectura visual en ¡Olvídate de mí!, cinta convertida en clásico moderno. La adaptación al cine de La espuma de los días, por lo tanto, era un reto difícil que Gondry decidió llevar a cabo tras una irregular etapa norteamericana con títulos como Rebobine, por favor y The Green Hornet. El resultado final sabe a magno homenaje a Boris Vian, pero también a un Gondry hastiado que a falta de ideas propias se limita a llenar cada fotograma de excentricidades e imposibles. La espuma de los días es una saturación de todos los efectismos de su firmante, una historia barroca a la par que simple donde todo resulta ampuloso: Gondry quiere contarnos la soledad de Colin, su romance con la bella Chloe y la destrucción del mundo de ambos por culpa de la enfermedad de ella, y aunque todo ello se resuelve con metáforas visuales más que curiosas, el conjunto dista de tener vida, por lo que la supuesta sensibilidad y lírica de las imágenes no resulta ni emocionante ni emotiva. El responsable de este surrealista descalabro lo tiene un metraje excesivo que no es capaz de condensar el cuento de Vian a sus directrices más básicas. La espuma de los días carece de la espontaneidad del mejor Gondry y adelanta el fin de un autor que parece haber explotado todas las posibilidades de lo que antaño fuera un sello personal e intransferible. Un error de cálculo, bien porque llevar la narrativa de Vian al cine era una responsabilidad demasiado grande o bien porque Gondry es incapaz de desasirse de su ego y de sus gadgets visuales: mejor volver a ¡Olvídate de mí! para disfrutar de una conjunción Vian-Gondry más redonda, donde la épica de los sentimientos y la rotundidad de sus imágenes sí daba como resultado una experiencia de calado universal e inmortal.
Lo mejor: La química de la reincidente pareja Duris-Tatou.
Lo peor: Sus excesos pueden llegar a enervar.
Nota: 5
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