

The ghost writer es uno de los pocos ejercicios de cine con vocación comercial y discurso político. El protagonista no tiene nombre: es un fantasma. No es un escritor en el sentido estricto de la palabra porque escribe la vida de otros para otros. Se deja vender por un cheque aunque no tenga idea de política, ni muestre interés por ella. Es un personaje pasota, un arribista cuya única estrella es estar en el momento y en el lugar adecuado. Él debe escribir las memorias de Adam Lang, primer ministro británico acusado de mantener contactos con la CIA y haber permitido la tortura de varios terroristas. Todo apunta a que Lang también se vendió para entrar en política, aunque la única diferencia es que él sí que tiene un nombre, el mismo que pronuncian las pantallas de televisión. Porque se necesitan nombres para que la mayoría anónima clave sus dardos en ellos. Es la base del juego, parte de la burocracia. Por eso el escritor no podrá acceder al manuscrito de su trabajo con facilidad y por eso la casa que comparten, masa impersonal de aluminio de diseño y vidrio, representa el 'no hogar', ese espacio donde ninguno de los dos tendrá intimidad. Son seres despreciables, algo que nunca haría la típica película de acción yanki. Las diferencias son mayores: al final, el verdadero culpable será el que permanecía a la sombra del cacique. En un giro sorprendente de la trama, Polanski nos dice que más culpable es el que mira una injusticia y la calla que el que la comete. Polanski entiende que los hilos de la actualidad política no la dirigen los políticos de turno... y eso es lo más aterrador. Y Polanski, sólo Polanski ejemplifica ese paradigma de escritor y político encerrado, apresado en su propia casa después de que la prensa y la justicia desenterraran el consabido caso de abusos sexuales a menores. The ghost writer es una crítica a la mano que mece la cuna en forma de thriller invernal, y algo nos dice que ese McGregor huyendo de no se sabe quién en el ferry es el propio director exorcitando sus fantasmas, jugando a ser verdugo y víctima en un laberinto de (auto)referencias. Una trama para nada casual. Incluso el final está más que repensado: los folios del polémico manuscrito vuelan por las calles de Londres en un plano fijo turbador. No sabemos nada de lo que ha pasado con el escritor, pero nos intuímos lo peor. Tampoco sabemos nada de Polanski, que en ese pequeño fragmento parece despedirse de la audiencia recordando lo que fue (director de obras maestras como Repulsión y El pianista) y lo que aún es capaz de hacer (ganar el Oso de oro en Berlín con este fantasma nostálgico, descompensado, pero fascinante).

Aunque sea destacable el hecho de que Polanski busque una trama amena, la película no es ese aliciente adrenalítico que demanda el espectador de aquí y ahora (no es un blockbuster). A The ghost writer le gusta perderse en sus complejidades, aunque empieza de forma directa con un cadáver arrastrado por las olas de un mar nocturno. Por eso pueden resultar chocantes algunas excusas narrativas que cierran el círculo: todo está dispuesto para que el protagonista desenrede la maraña, algo que no gustará a los puristas. Incluso el momento de clausura (spoiler: McGregor descubre la verdad con un galimatías de palabras encriptadas en el manuscrito del antiguo escritor) parece más propio del Cage de La búsqueda o el Hanks de El código Da Vinci. Pero ese momento viene precedido por otro de mayor nivel: ese baile de manos que poco a poco acerca la nota decisiva al verdadero culpable. Un toma y daca, en definitiva, de brochazos gordos y sutiles castillos de naipes. Es perfectamente mejorable, y aún así poco veremos este 2010 mejor o igual a The ghost writer. También a Shutter Island. Alicientes para no perdérselas.

Nota: 8