En la pasada edición del programa Cinema 3, un productor de cine catalán hacía la sabia distinción entre cine artesanal y cine industrial. Aunque excéntrica, la distinción apuntada tiene mucho sentido, y más cuando hemos llegado a un punto en el que no podemos distinguir lo comercial de lo indie, lo rompedor de la convencional. La frase divide un cine que sigue unos patrones fijos (por lo tanto, sus películas serán, aunque con matices, bastante similares) de otro elaborado por autores personales, directores que imprimen su mirada y trabajan sin necesidad de pedir cuentas a nadie (tampoco a la audiencia). Aceptar tal precepto implica dilapidar el concepto de ‘industria cinematográfica’ porque, al fin y al cabo, se está tratando un cine individual de otro no individual (nunca podrá decirse colectivo: el cine es tarea de muchos pero la autoría final de las historias recae en unos pocos). Toda etiqueta es, por concepto, simplista, gratuita y demasiado general (o sea, excluyente), pero es atractivo utilizar la metáfora de una fábrica y de un artesano para hablar del cine de nuestros días (otro apunte: la artesanía es cosa en desuso, con lo que el término implica aceptar la devaluación del cine contemporáneo, sus temas y formas, y quizás vislumbrar de forma demasiado alegre la posible muerte del séptimo arte). Todo el cine es artesanal en cuanto surge de la creatividad humana, con lo que el éxito del cine industrial (la fábrica es sinónimo de robot que no puede ni sabe pensar) sería un fracaso doble en el que también se perderían nuestras ideas, nuestro concepto de especie. El individuo actual, ya sea autor o espectador, está condenado a repetir prototipos porqué hay una tradición artística que lo apabulla y precede. Dicen que todo está inventado: la fábrica repite y crea, el artesano, en parte, también.
Todo este debate me lleva a hablar de dos conceptos paralelos: el espectador industrial del espectador artesanal. Con estas ideas debe apreciarse un público cinéfilo que asiste al cine, no de forma naif, sino eligiendo al detalle los títulos que mira. La figura del gourmet es peligrosa porque no sabemos si ama la comida o peca de gula. De aquí que exista una subespecie: el cinéfago, o la persona que, aun siendo selectiva, quiere ver películas a toda costa, ya sea por gusto o necesidad (tal vez sea lo mismo). Los que piensan que se aprende cine viendo películas están equivocados: un cinéfago puede restringir su experiencia al que hemos llamado cine comercial. Estar al día de lo que sucede en los festivales, dominar la actualidad cinematográfica y seguir con delectación los estrenos semanales no es una garantía: he aquí la diferencia entre fan y crítico, entre el que ve y el que mira. El espectador artesanal, por el hecho de serlo, es alguien solitario y oscuro, una persona que va en contra de lo establecido, aunque sin crear revoluciones palpables. El espectador industrial, por el hecho de serlo, no es un espectador, sino un consumidor, porque trata el cine como un batido o una comida que se empieza y acaba (el cine es algo más: es el arte de lo perpetuo). Todo ello también justifica la construcción de cines dentro de centros comerciales donde una película se entiende como un pasatiempo más y, por lo tanto, como algo superficial y efímero. En este caso, el lenguaje sí nos ayuda: no es lo mismo un cine que un multicine, aunque el término establece una distinción de cantidad (de salas), no de calidad (de películas). Y cuidado: la cantidad favorece al cine artesanal.

Tras esta parrafada, debemos aceptar que
tenemos el cine que nos merecemos, algo que podría utilizar para despotricar contra el concepto de democracia. Una película es única, al igual que una persona. Nuestra obsesión por dividir las cosas, crear conceptos y abrir debates filosóficos es tan necesaria como inevitable. La cultura europea es la más egocéntrica porque siempre está reflexionando sobre sí misma. Existen dos interpretaciones: una positiva (reflexionar es siempre caminar hacia delante) y otra negativa (hablar de uno mismo siempre será mirarse el ombligo, tarea poco ética). Ustedes deciden si creen necesarios tales conceptos y, de aceptarlos, saber en qué grupo incluirse. Mientras, la noria gira,
Mentiras y gordas es número uno de taquilla y
Los abrazos rotos sobrevive como puede (he evitado tremendismos: hubiera podido citar a Von Trier o Van Sant). La mayoría dirá que el dato es positivo porque eleva la cuota de pantalla del cine español. La verdad, como siempre, es más compleja. No me extraña que a uno, estudiante relativamente joven, se le mire con extrañeza cuando declara su amor (¿o es afición?) hacia el cine. No ocurre lo mismo si uno ama la literatura, la fotografía o la pintura. Ahora tengo (tenemos) una excusa para defender mi (nuestra) condición de víctima: solo digan ‘soy un espectador artesanal’.