Muchas de las películas que se han estrenado recientemente entre nosotros han versado sobre apocalipsis físicas y emocionales, debacles económicas que discurren en paralelo a la actual crisis, estados de opresión o insatisfacción que se parecen muchísimo a la confusión que puede sentir el ser humano del S. XXI en un mundo globalizado. El cine como espejo deformado pero lúcido de la realidad deja reflejos, imágenes e historias para la reflexión. En tiempos difíciles no solo debe existir el cine evasión, porque el cine que habla del aquí y del ahora es muy importante. Estampas del presente que darán mucho que hablar del futuro. Refugios cinematográficos que revisitaremos en los próximos años. Esta es una lista de los más interesantes.
La única película que lleva la palabra 'refugio' en su título. Curtis LaForche representa el ciudadano moderno que tiene miedo de repetir los errores de sus ancestros, el padre de familia al que el cine y la vida le ha impuesto el papel de protector y salvador en un momento en el cuesta mantenerse en pie y en equilibrio. La paranoia de LaForche es una enfermedad interna, psíquica. Representa la apatía del hombre vulgar, también la fuerza del ser excepcional. El miedo a no estar a la altura, de no dar la talla, de no cumplir las expectativas. En su caso la construcción de un refugio se convierte en una necesidad imperiosa. El cine nos ha traido miles de huracanes y fenómenos metereológicos imposibles, y LaForche tiene miedo de ese imaginario que lo atormenta. El dominio de las constantes del cine de ciencia ficción ha llevado a muchos a interpretar el final de Take Shelter en un sentido literal, entendiendo que las visiones del protagonista eran verdaderas profecías de un peligro que realmente vendrá y no dejará nada a su paso. Pero la última escena de Take Shelter es mucho más: habla de un miedo que sigue latente, de un estado de emergencia que no se desvanece, de una luz roja que no se apaga. Porque el hombre moderno nunca podrá despojarse de sus telarañas ni abandonar las tinieblas: es frágil y duda. El final de Take Shelter viene a decirnos que nunca estaremos fuera de peligro, que todo puede volver a empezar. Curtis arrastra una enfermedad genética de la que nunca escapará. La vuelta al refugio se hará, por lo tanto, necesaria. Porque las crisis se suceden cíclicamente, porque siempre cabrá la posibilidad de que hoy sea el último día o de que todo se acabe en breve. De la misma manera, la película puede visionarse en un loop sin fin. Acompañamos a Curtis en su periplo y nos vemos arrastrados hasta su miedo endémico. Miedo que se convierte en fascinación al tratarse de una de las grandes obras del último cine norteamericano.
En el cine de Lars von Trier el apocalipsis está reservado para las mujeres. Un privilegio dudoso para unas protagonistas sufridoras. El pequeño Lars, un niño rebelde que no aceptaba las órdenes de padres y profesores, se refugiaba en un cinematógrafo de juguete que proyectaba la cara silente y sufriente de la protagonista de La pasión de Juana de Arco. El niño en Anticristo marcaba el inicio de un viaje hacia la destrucción, el niño de Bailar en la oscuridad daba sentido al trágico musical de Selma, y el niño de Melancolía brinda orden en medio del caos. Porque su artilugio de alambre acaba resultando más útil que el pomposo telescopio de su padre. Y porque ofrece a las mujeres de Melancolía, y con ellas a la audiencia, el refugio definitivo: una simbólica cabaña con palos de madera. El apocalipsis como ejercicio de belleza elegíaca y geométrica: la esfera que se acerca, el recto suelo que se desvanece, el cono protector que salvaguarda a los protagonistas. El niño es la razón por la que Justine lucha con uñas y dientes hasta el final. El niño comprende la depresión existencial de su tía Claire, a la que describe como si fuera una superheroína. Como siempre en el cine de Von Trier la clave está en entender que el danés está en todos y cada uno de sus personajes, desde el más sensible hasta el más miserable, porque todos son caras de una misma figura: la del magnánimo, ególatra y genial Von Trier. Más juegos geométricos: la mansión, grande en la primera parte del film, parece ínfima en el segundo tramo; una limusina no puede circular por el estrecho sendero que separa el mundo de la casa, pero un planeta sí puede entrar en la atmosfera de otro hasta destruirlo. Que el refugio sea obra de un niño no es casualidad. Debemos recuperar la inocencia de los pequeños. El mundo, hasta en su destrucción, es algo tan serio y grave que por fuerza debe ser un juego de niños. Un refugio que emana de Von Trier y que remite a cada uno de los espectadores, apelando a ese niño interior que no puede dejar de contemplar el mundo que le rodea fascinado y aterrorizado. Los personajes de Von Trier tienen una parte aniñada que los define y que al final los salva. En Melancolía es tal la gravedad del conjunto que la niñez se desgaja del cuerpo femenino y en el último instante corre para socorrer a las damas. Ese es el refugio, antes latente, ahora explícito, de todo el cine del danés.
Pocos hablaron de Vera como una evolución de la mujer en el cine de Almodóvar. Vera es luchadora, carnívora, perspicaz. Vera encarna la mujer moderna que no se deja empequeñecer ante las adversidades, la persona que sabe aguardar el momento adecuado y conocer las debilidades de sus enemigos para acometer una venganza fraguada en la soledad de una habitación vacía, en la lucidez de una cabeza en constante estado de reflexión. Un personaje que en su ambivalencia sexual acaba convertida en sex symbol, femme fatale: la alumna que superó al maestro, la bestia que acabó aniquilando el científico que jugaba con ella. Resulta interesante comprobar que el elemento de unión entre Vera-Vicente es un vestido de estampado floreado. Vicente, ordenando el escaparate de la tienda de su madre, queda descrito como un hombre con sensibilidad femenina; incluso tras 'violar' a Norma recoloca el vestido de la chica como quien ajusta una tela a las formas inertes de un maniquí. Por su parte, Vera vuelve a su casa como mujer triunfal tras desplegar toda su fuerza masculina. El vestido como objeto de culto, elemento de seducción y pieza de arte, la visagra que une el pasado con el presente: ¿te acuerdas de este vestido?, dice Vera tras salir del infierno... La deformidad de los cuerpos y la integridad de las almas. Hay un elemento poético, fatídico, en el final de La piel que habito: Vera puede seducir a la dependienta que ayuda a su madre, una chica lesbiana; pero Vicente, el Vicente de antes, ya no existe, si bien queda lo abstracto, lo básico, lo impalpable, lo verdaderamente importante, la esencia del chico ahora chica. El vestuario en el cine de Almodóvar tenía un papel meramente ornamental, marca de una estética almodovariana mil veces imitada. En La piel que habito la referencia se convierte en símbolo, aquello que siempre había existido en las películas del manchego demanda su momento de máximo protagonismo. El vestido es el vestigio de Vicente y la promesa de una nueva Vera. El refugio de alguien que en el último fotograma protagoniza una salida del armario autoimpuesta por el destino y encarada con fiereza, demostrando al fracasado Ledgard que su presa no ha cambiado, porque la piel no es el refugio del cuerpo sino un mero emboltorio. El bisturí nunca disecciona ni accede a lo más profundo: el alma, el verdadero refugio de la persona. ¿Y qué salva a Vera, cuál era su refugio en El Cigarral? El arte, la escultura, el yoga. Porque los personajes de Almodóvar crean arte, se emocionan ante la contemplación del arte y tienen un sexto sentido que los conecta con el arte. ¿Qué es el vestido sino el arte que no solo recubre sino que también define?
1 comentario:
Aunque ya sabes que no estamos siempre de acuerdo (en este caso concreto, me refiero a Melancolía), para mí es siempre un placer leer tus reseñas y críticas Xavier. Las disfruto mucho.
Gracias!
;)
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