Adiós, muchachos, León de Oro en el Festival de Venecia 1987, es la película más conocida y reconocida de Luis Malle, guionista, productor y director que murió en el año 1995 con escasos 63 años. La película coincide con la última etapa artística del director, completada con obras como Vania en la calle, Milou en París y Herida. Tras ganar la Palma de Oro con El mundo del silencio (1955), la última aparición pública del cineasta fue como presidente del jurado en el Festival de Cannes 1993, una tarea que se resolvió con el famoso ex-aequo para Adiós a mi concubina y El piano. Esta fue la última huella de un artista marcado por el exilio a los Estados Unidos, la censura francesa y la consagración definitiva como clásico, un éxito que tiene su particular cúspide: la película que nos ocupa.
Adiós, muchachos es una película tan personal como crepuscular. El propio Malle reconoció haberse basado en experiencias propias para crear el film, una película que, como se hartó de repetir, tenía en mente desde hacía muchos años. El dato nos lleva a considerar a Malle como un joven de padres empresarios y familia benestante, además de un alumno en continuo viaje por distintos internados religiosos. Malle nació a principios de los años 30 y, en Adiós, muchachos, evoca sus recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, ajenos a la contienda y ligados a una rutina de clases, peleas y anécdotas de colegio. Malle parece cicatrizar una herida no cerrada, revisar su propia experiencia y, al mirar atrás, expiar los fantasmas del presente. Adiós, muchachos no puede entenderse sin conocer la figura de Malle, autor que, consciente de las relaciones entre su realidad y su ficción, escribió, produjo y dirigió el film.
El film arranca en una estación de tren. Julien se despide de su madre para volver al internado San Juan de la Cruz, frío lugar donde estudia. Tras las navidades, un niño nuevo llega al colegio y el mundo de Julien se tambalea. Dictatorial y rebelde, Julien no pone las cosas fáciles a su compañero, con el que al final creará lazos profundos, una gran y verdadera amistad. La figura ausente de los padres, solo presente en forma de esporádicas misivas; el ambiente de guerra que se respira tras las paredes de las aulas (no por casualidad, la película se construye sobre un gris eterno, un cielo siempre nublado y una sensación de soledad, conflicto y tristeza que no cesa) o la devoción a Diós, utópica figura que no hace acto de presencia, marcan los mejores momentos, críticas y sutilezas de Adiós, muchachos, un conjunto que termina con uno de los finales más memorables de la historia del cine galo (más sutil y simbólico que dramático).
Malle logra construir una historia sobre la amistad entre dos niños, seres que, por inocentes, poco conocen los aspectos que los definen y separan (uno es judío y su final está escrito; Julien es francés y vive bajo un ambiente de protección). El guión, nominado al Oscar, se asienta sobre una sutilidad (que no ñoñería: esto es mucho más que, por ejemplo, Los chicos del coro o El niño con el pijama de rayas) poco vista en la gran pantalla: véanse las escenas del restaurante (simbólico fresco de la situación política del momento), los momentos del bosque (espacio peligroso, símbolo de los miedos y las dudas de los protagonistas), los diálogos de Julien con su madre (la guerra provocó recelos entre padres e hijos, unos por proteger a sus retoños y los otros por no entender el por qué de tanta protección) o los juegos de los adolescentes (el despertar del sexo y la conciencia en un momento de oscuridad absoluta). Adiós, muchachos está llena de pequeños grandes detalles y logra un fresco costumbrista que al final se rompe. El film no contempla moralinas, no divide a sus personajes en buenos y malos (el cura, sobre el que recaen en seguida las malicias del espectador, acabará siendo el auténtico samaritano del relato) y no ostenta discursos fáciles. Una película para el recuerdo.
1 comentario:
Amo “Adiós a los niños” (así se le conoce acá en México). Un film hermoso, conmovedor y sensible pero libre de sensiblería barata. Una mirada sobre el holocausto desprovista de cariz tendencioso y chantajista. Una de mis películas favoritas de toda la vida. “Adiós a los niños” me reconcilió con el cine sobre el holocausto, por lo general tan sesgado como lacrimoso y moralino (gracias, sobre todo, a la hipocresía hollywoodense). En la escena final, debo reconocerlo, lloro como plañidera… sin importar las veces que lo haya visto.
Saludos.
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