jueves, 17 de junio de 2010

CUSCÚS (LE GRAINE ET LE MULET) 7 / 10

La Academia de Cine Francesa difiere mucho de la española. Un reflejo de ello son sus respectivos premios nacionales, un importante honor que no suele traducirse en mejores taquillas. Poco importa que se premie a Cuscús (era mejor La escafandra y la mariposa), Laddy Chatterley o Séraphine (era mejor Un cuento de navidad) con el premio César: el público francés, cuyos gustos cinéfilos y patrones de consumo son similares a los del resto de las audiencias europeas, prefiere Bienvenidos al norte (para quien esto escribe excelente), La vie en rose, Los chicos del coro o Largo domingo de noviazgo. Esta tensión entre el gusto académico y el voto popular no está tan marcado en nuestros Goya: aquí ganan de forma aplastante exitazos como Mar Adentro, Los Otros o Volver (con casos como Mortadelo y Filemón o Torrente no ocurre lo mismo: la rutina sería demasiado evidente y bochornosa), aunque de vez en cuando la élite se permite alguna excentricidad bastante justa (La Soledad en detrimento de la popularísima El orfanato). Ciñéndonos a la realidad (si se puede hacer en cuestión de premios y películas), Cuscús no partía como favorita para llevarse el premio gordo, pero tanto bombo nos ha permitido descubrir una película inusual de un autor de importancia, sobre todo para quienes reparten los laureles: Abdellatif Kechiche. Tras tantos dilemas, los premios, aunque sea en forma de pequeños dibujos que adornan la portada de un film, son tan fascinantes como superficiales, esperados por todos e importantes para la distribución de toda película.

Cuscús parte de una anécdota bastante sencilla. Sillman, un divorciado musulmán de sesenta años que ha consagrado su vida a la restauración de barcos, es despedido de los muelles que lo han visto crecer. Lejos de jubilarse, el anciano quiere restaurar un barco por su cuenta y abrir en él un restaurante de cuscús. Su hijastra lo apoyará en un periplo administrativo de licencias, permisos, avales e infinidad de documentos; mientras que su familia, numerosa y sumida en una histeria perpetua, se encargará de cocinar el cuscús de rigor. Todo ello, más un final abierto, alocado, divertido a la par que trágico, es lo que ofrece Cuscús, película sobre la comida (como reunión social, como identidad cultural, como negocio y ventana hacia una vida nueva), la familia (todos ellos inmigrantes, conscientes de su pasado, lengua y tradiciones, aunque llenos de rencillas) y la precariedad laboral (el deseo del protagonista, por utópico y cómico, convierte la película en un cuento de superación personal). La novedad reside en sus dos horas y media de metraje, tiempo que Kechiche invierte en escenas largas, diálogos de raíz verista llenos de redundancias y gritos. La duración y el estilo que lo justifica no es el verdadero problema de Cuscús porque, al intuir los títulos de crédito, el espectador esperará saber más sobre los personajes, a los que se les coge un cariño tremendo. El menú final no domina las cantidades, pero deja un regusto delicioso, platos exquisitos, actores espléndidos y momentos entrañables; la sal y el azúcar necesario para merecer el César y nuestra atención.

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