
Pero este no es un escrito sobre el futuro de las multisalas, sino sobre el presente. Es cada vez más habitual ver una misma película proyectándose en más de una sala, un mecanismo con el que se intenta absorber la demanda que presentan las grandes superproducciones durante sus primeras semanas de exhibición. Ello supone una competencia desleal para los edificos antiguos de una única sala: mientras que el multicine ofrece Up cada media hora, un cine modesto solo puede proyectarla en función de la duración de la película, sin contar el tiempo que el personal invierte en limpiar la sala. Después, cuando vemos las excelentes cifras de taquilla de Up, no nos percatamos que la cinta jugaba con una campaña publicitaria mayor y un también mayor número de sesiones (o sea, posibilidades para ver la película). De vuelta a la normalidad, calmada la sorpresa de los primeros días, Up reduce su número de copias y se sitúa en los niveles de sus competidoras. Hay una verdad que a veces no recordamos: la cinta que más gana es también la que más ha gastado (en rodaje, marqueting, etc.). Los beneficios finales, aunque superiores a los de cualquier producción modesta, no son tantos.

Esta práctica debería hacernos replantear una cuestión: ¿los multicines son realmente la forma más eficaz para exhibir cine? Porque si la gente quiere ver Up y solo Up, es estúpido construir pequeños cubículos y aumentar el número de copias. ¿No sería mejor construir salas pequeñas y otras muy grandes? Los multicines, por su arquitectura, aportan una falsa sensación de democracia: un espectador tiene acceso a muchas salas donde se proyectan muchas películas. El abanico de posibilidades es considerable. Pero, en el momento que los espectadores se reparten entre pocos films, las formas del multicine devienen obsoletas. No parece haber solución: de reducirse el número de salas, las posibilidades de distribución de films indies o no norteamericanos se reducirían; de seguir con el mismo sistema, el espectador podría acceder a su cinta favorita sin problemas, aunque tenga que verla incómodo en una sala a rebosar o en una platea totalmente desierta. El deber moral (proyectar según qué películas a sabiendas que no tendrán mucho público, aunque seguramente sean las mejores; proyectar un film en varios idiomas, cuando sabemos perfectamente qué opción es la mayoritaria) y el factor económico (adaptar los cines a los gustos y las películas predilectas de los consumidores, aunque seguramente sean las peores): ¿qué camino tomar?
