El pasado febrero, la victoria en los Óscar de La forma del agua y Coco se recibió en México como un logro nacional, por no decir un golpe en la boca del estómago del presidente Trump. México es de hecho es país que mayor presencia ha tenido en las últimas ediciones de los galardones anuales de la Academia Norteamericana: la cronología va de la nominación a Salma Hayek a los premios al mejor director que han recibido Del Toro, Cuarón e Iñárritu (este último, dos consecutivos). A todo ello se suma el flamante León de oro conseguido en Venecia por la Roma de, de nuevo, Alfonso Cuarón, con otro mérito añadido: es la primera producción de Netflix en lograr el máximo reconocimiento en un certamen internacional, una efeméride que pone de manifiesto el cambio de paradigma que está sufriendo el cine, las ventanas de exhibición, los festivales y los premios especializados. México, en resumen, lleva mucho tiempo en la primera división cinematográfica, siendo noticia dentro y fuera de sus fronteras. Pero no es oro todo lo que reluce.
Mientras la crítica estaba entretenida este invierno con la operaria muda y el anfibio de Del Toro, a muchos les pasó desapercibida la censura que sufrió en el D.F. y alrededores un cineasta de la talla de Amat Escalante. La región salvaje llegó a los cines mexicanos con un año y medio de retraso con respecto a su exhibición en la Mostra de 2016, y lo hizo por la puerta de atrás, con el desdén de las principales compañías de exhibición que operan en el país. Meses después, la película dio a Escalante el Ariel al mejor realizador, pero cuesta hablar de ese premio como un descargo a lo anterior: paradójicamente, la patria que toma el Dolby Theatre como su mismísima casa es la primera en cuestionar, incluso ningunear, los galardones que representan a su propia cinematografía y a la labor de su Academia. Pensad en la repercusión que han tenido las últimas películas ganadoras del Ariel y os daréis cuenta del escándalo. También en primavera se celebraron los Premios Platino, en su caso en la Riviera Maya, con una gala funesta presentada por un no menos desatinado Eugenio Derbez. México jugaba en casa, aunque tan sólo partía con dos anecdóticas nominaciones, una de ellas para la Emma Suárez de Las hijas de Abril, actriz española. Suma y sigue.
Avanzándonos a la posibilidad de que México gane por primera vez el Óscar a la mejor película de habla no inglesa, vale la pena rebajar los entusiasmos y pensar. Hagámoslo sin inquina, incluso obviando que sus anteriores nominadas, Biutiful y sobre todo El laberinto del fauno, eran mayoritariamente españolas, en talento técnicoartístico y tanto por ciento de producción. La futura maniobra de Hollywood para demostrar su compromiso social y su animadversión a Trump no debe alejarnos de la realidad. Porque La forma del agua, Birdman, El renacido y Gravity eran películas enteramente norteamericanas, por discurso e idiosincrasia: la nacionalidad de sus artífices importa, aunque sólo en calidad de anécdota. Porque no parece que esos buques insignia estén sirviendo de motor ni para el propio cine mexicano ni para esa lengua que tanto utilizan algunos para marcar distancias con la esfera yanki. Porque, pese a estar hablando de la región hispanohablante más poblada del mundo, las dimensiones de su industria son bastante escasas, algo que afecta muy especialmente a sus directores noveles. Porque, aunque toda Iberoamérica está de moda en el discurso artístico (en apenas una década, han ganado el hombrecillo de oro la chilena Una mujer fantástica y la argentina El secreto de sus ojos, y Perú y Colombia han logrado nominación por primera vez en su historia), España sigue siendo el país latino que más estrena, produce y coproduce.
Que las ramas llamadas Cuarón, Del Toro e Iñárritu no impidan que tengamos una visión de conjunto del bosque. Esa tríada de directores hace tiempo que operan fuera del ámbito mexicano, probablemente no por decisión propia, sino por exigencias de las majors: apliquemos lo mismo a Bayona y su participación en Jurassic World: El reino caído en relación a todo el cine español. De hecho, a Guillermo del Toro se le premió por hacer de La forma del agua una película artística a la par que rentable, lo suficientemente personal y a la vez estándar como para gustar a todos, justo cuando Hollywood estaba a punto de dejarle fuera de su radio de acción tras el descalabro de La cumbre escarlata. Los premios son importantes y nos entretienen, pero el cine es más complejo. La "mexicalidad", más todavía. Obviamente queremos que Roma tenga todo el éxito posible, pero nuestra alegría sería mayor si México tuviera a efectos prácticos, sin pasaportes norteamericanos de por medio, un audiovisual realmente fuerte. Aunque ya se sabe: el titular es muy goloso, movilizar los ánimos de las masas es muy fácil... y el próximo febrero caeremos en el mismo error. Paradojas de este México lindo, premiado y no siempre querido.
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