EL CINE, LA VIDA
La mayoría de críticos profesionales que asisten a las proyecciones de los festivales de cine más prestigiosos de Europa superan los 40 años, casi siempre rondan los 50 y los veteranos suman unos 60. Si dicen que el cine que realmente entusiasma y curte, el que enseña y el que se impone como una revelación y una obsesión, es aquel que vemos en nuestra etapa de pre o post adolescencia (cuando el individuo forma su carácter y gustos, gana en inquietudes y sensibilidades), la memoria cinéfila de nuestros expertos se remonta a las imágenes mudas, al blanco y negro, al technicolor de Hollywood y a los 'clásicos', llamados así porque han influido no sólo en una forma de hacer cine sino de verlo. El cine, como todo arte, tiene unas reglas de representación: imita arquetipos anteriores y en el mejor de los casos intenta sumar nuevas aportaciones, modelando y mejorando sus antecedentes. Aún así, parece que entre los sabedores y escritores de cine se ha instalado una melancolía de corte pesimista basada en la idea, en el fondo un tópico, de que cualquier tiempo pasado fue mejor y de que el cine de antes era claramente superior a los estrenos de ahora. Nunca podré estar de acuerdo con esta consideración: el cine está muy vivo, y prueba de ello es que como arte el cine sigue aportando gratísimos momentos de entretenimiento y reflexión, y que como fenómeno cultural (aquí ya tenemos que matizar: ha dejado de ser una cuestión de masas) sigue evolucionando, antes con el paso del mudo al sonoro y recientemente con el cambio al digital y al 3D. The Artist, pese a su evocación de los años 20 y 30, lo demuestra.
Si contamos que Michel Hazanavicius nació en el 1967, y que por lo tanto su formación como espectador se gestó un poco antes de los 80 de Spielberg, Scorsese y Coppola, no costaría incluirlo en esa lista de críticos que tienen sus primeros recuerdos de celuloide en el cine del pasado, hecho a la vieja usanza. Todo ello está en The Artist, un homenaje al cine pero también al cinéfilo, con sus mil y un guiños a Cantando bajo la lluvia o El crepúsculo de los dioses entre otros. Hazanavicius filma el retrato de un actor en sus momentos de fama y su debacle profesional y personal, además de una historia de amor blanca que sigue los parámetros asexuados y glamourosos de la época. Hay, por lo tanto, una clara intención por llevar la tradición a una esfera actual, y la oportunidad de ver cine mudo en las grandes multisalas es tanto un viaje en el tiempo como una experiencia pop donde lo retro acaba teniendo su gracia.
LO FICTICIO, LO REAL
The Artist es tan conservadora como rompedora, tan tradicional como experimental. Hazanavicius no se contenta con hacer un cine demodé: su tributo al cine es emotivo pero también cerebral, sumamente estudiado y estudioso. Obviamente The Artist debe disfrutarse desde el sentimiento, y aquí influirá muchísimo el bagaje cinematográfico de cada uno (me confieso poco conocedor de los clásicos, y por lo tanto empatizo bastante poco con el mundo que propone el film). La verdadera dimensión de The Artist está en su juego con el 'cine': la película es 'cine', habla de 'el cine', es 'cine dentro del cine', y además la forma (muda) de su narrativa tiene un correlato con la historia que se nos está contando. En este sentido, hay tres escenas que vertebran todo el relato: la primera, una pesadilla en la que George (Jean Dujardin), actor mudo que acaba de conocer el invento de las imágenes con sonido, oye todos los ruidos de su alrededor pero no puede apreciar su voz (Hazanavicius juega con la esencia del cine casi como lo haría un científico, creando espacios oníricos y fantasmales a partir de un juego primitivo con el proyector y la naturaleza de la tira de celuloide); la segunda, el clímax dramático del film con un ¡bang! gráfico, herencia del cómic, la viñeta y la fotonovela (Hazanavicius crea suspense con el poco lenguaje presente: no sabemos si la onomatopeya afecta a uno u otro personaje, con lo que el relato queda en suspense ante una posibilidad trágica y otra feliz); y la tercera, cuando The Artist ofrece su único momento hablado (los personajes hablan, especialmente George, porque ya han roto barreras, han reducido distancias y el artista del título ha dejado atrás la arrogancia de estrella caprichosa del celuloide).
Las relaciones entre los personajes también se mueven por el cine: Peppy Miller (Bérénice Bejo) siente especial conexión con el actor George Valentin ya no por sus experiencias vividas o momentos compartidos (lo típico en cualquier producto romántico), sino porque Valentin es el símbolo al que admira como fan, y luego el autor de una película de aventuras cuyo final le conmueve y enternece. George lleva a Peppy a las puertas de la meca del cine. Y Peppy vive en simbiosis romántica con George más por lo filmado que por lo vivido, o por lo vivido durante las filmaciones (ese rollo de película que George agarra desesperado ante la amenaza de incendio). Es como si Hazanavicius entendiese la vida como el cine, o viese la realidad desde el filtro de la ficción, o aceptase como única posibilidad de vida lo expuesto en la gran pantalla. El cine pone el amor en la gran pantalla partiendo de la realidad, pero a su vez el cine, la fascinación por lo visto, crea ciertas convenciones o tópicos que acaban formando parte de nuestra concepción de la realidad y del amor. Vaya, que Hazanavicius ama el cine y lo interpreta todo desde los mundos de 'lo posible', no de 'lo real'.
The Artist me interesa, con todo lo dicho, como juego de muñecas rusas en las que no sólo se asiste a la exposición de una historia sino que también se habla del cine como medio, posibilidad de vida, mecanismo de expresión y casi como elemento en consonancia con la vida y casi en supremacía con esta. Pero no me siento embelesado por su mundo, y en parte no dejo de pensar qué tendríamos entre manos si The Artist hubiese optado por la vía hablada (de hecho, algunas partes no son mudas: interpretamos la gestualización de los actores, y tampoco cuesta leer los labios de los actores hablando un inglés que intuimos sin oirlo). También creo que quizás los cines no sean el medio natural de productos como The Artist: si ciertas miniseries o historias largas no pueden proyectarse en las salas por problemas de duración, con The Artist hay un problema de formato (fíjense como en varios momentos durante la proyección se puede apreciar a lo lejos los ecos de los altavoces de las salas colindantes).
Contradigo a todos: The Artist me motiva como materia de estudio, no como emotivo peplum amoroso. Y un poco en este sentido no acabo de verla ni como la gran película de estos Oscar ni como la comedia de los Globos de oro (las fronteras entre el drama y la comedia admiten mucha discusión, pero en este caso todavía más). Dicen que ver una película remite a una experiencia primaria y que las imágenes se procesan, se digieren y pasan antes por el corazón que por el cerebro. Obviamente, las mejores películas son aquellas que conectan con parte de nuestra sensibilidad y las que activan todo un mundo de reflexión. Pero en este caso sólo me quedo con el lado intelectual del film. Se ha dicho que Dogville es una película filosófica, pero nadie puede negarme la paliza emocional que recibimos (recibí) en su primer visionado. De The Artist se destacará su belleza y capacidad de arrancar las lágrimas de la platea; yo resto impasible, me quedo con su juego de relaciones y citas. Hay algo en su estructura (vista mil veces) y en su imperativo estético y narrativo (¿realmente recrea el crack del 29 o establece puente con la crisis actual?) que me parece poco espontáneo, y por lo tanto lejos de la pureza del mejor cine. No puedo considerar The Artist una obra maestra ni uno de los mejores títulos del año. Tampoco puedo faltar a la verdad, porque dista de ser una mala película. A los críticos conocedores de los orígenes del cine les entusiasmará, pero me pregunto si ese aprecio viene motivado más por el recuerdo de 'ese otro cine' que por las verdaderas virtudes del film. Lo dicho: una buena película, aunque no me cuente entre su grupo de admiradores.
Nota: 6