
Amar el cine no significa que el amante, elevado al concepto de cinéfilo, sienta empatía por todas las películas que consigue visionar a lo largo de su existencia. Incluso puede darse la situación en que el fanático deteste una obra de su autor favorito y alce su enfado al sentirse defraudado. Lo más bonito (y más difícil) se produce cuando la simbiosis entre creador y espectador es total, y este último llega a disfrutar con los excesos y errores del artista (muchos tendrán dicho síntoma tras ver
Los abrazos rotos). Hechas tales reflexiones, no esperen una crítica hiriente de
Lejos de la tierra quemada, básicamente porque muchos cronistas ya han destacado los posibles peros del primer largometraje del Guillermo Arriaga director. En un alarde por ser original, debe destacarse la pequeña pero indiscutible sensación de estar ante el peor guión de Arriaga (o sea: un notable entre sobresalientes), pero también ante
la confirmación de un mundo sólido y personal que ahora cristaliza sin Iñárritu. Uno tiene la sensación de haber resuelto parte del enigma, una ecuación que se completará con
Biutiful y que el tiempo se encargará de sopesar como es debido. Arriaga ha perdido la batalla de la crítica y del público, pero ha ganado otra más importante: su lucha por despuntar como autor único e independiente. Por todo ello,
Lejos de la tierra quemada sabe a victoria (para el autor) y a derrota (para el espectador). La gracia, la equis del problema matemático, residirá en la capacidad del público para acceder y apreciar las irregularidades del film.
Parece irónico que Lejos de la tierra quemada, film que basa sus tramas en el (des)amor y la (in)felicidad, precise de la paciencia y del aprecio de la platea. Rizando el rizo, la película también es la declaración amorosa que hace Arriaga al cine, medio que adora y en el que trabaja gustoso. La estructura a modo de rompecabezas, aunque menos intensa, sigue intacta, pero la forma de rodarla ha cambiado. Dominar las palabras no implica dominar la imagen y Arriaga cojea sin el poder visual de Iñárritu. Este hecho remarca la naturaleza de la que no deja de ser una ópera prima de alto copete y reafirma que el camino de Arriaga, alambicado y apasionante, está aún por escribir. Sin llegar a la tensión emocional de Amorres Perros o Babel, Lejos de la tierra quemada demuestra que Arriaga, antes de guionista y director, es un fabulador de historias, muchas de las cuales aparecen aquí hiladas con más o menos atino. Quien esto escribe prefiere el capítulo dedicado al personaje de Kim Basinger y obvia por completo un final que, por cerrado, deviene forzado. Aunque acabe amenizando tardes de televisión insustancial, el film tiene los suficientes atractivos para ser un título de prestigio por los Oscar de sus actores y el renombre de su instigador. Asistir al baptismo de Arriaga no tiene precio.