miércoles, 18 de marzo de 2009

LOS ABRAZOS ROTOS 9'5 / 10



La han definido como un homenaje al cine, pero Los abrazos rotos es mucho más. Siguiendo la consabida y cierta sapiencia de que cada proyecto de Almodóvar es todas sus películas más algún elemento nuevo, la bala número diecisiete del manchego desfila como un genial collage entre Mujeres al borde…, ¡Átame!, La mala educación y Hable con ella. Almodóvar hace referencias y se inspira en obras ajenas, pero su nueva obra es la confirmación de que el estilo almodovariano ha cambiado de forma premeditada: más lánguida y alambicada, más dramática, más reflexiva y poética. El director se enfronta a sus propios miedos con el personaje de Mateo, un director de cine ciego, herido por dentro y por fuera. Almodóvar se disculpa del largo metraje del relato y nos dice que su cine de los ochenta, fresco y variopinto, difícilmente volverá. Chicas y maletas, la película que el protagonista rueda, es la cristalización de una nueva Mujeres al borde…, la película imposible que Almodóvar sabe hacer pero no quiere. Existe una autoreferencia contínua en Los abrazos rotos: de aquí que el símbolo se coma a la historia, algo necesario porque el relato, aunque cargado de virtudes, aparece descompensado. La Lena del film nos remite a todas las divas de Almodóvar; Mateo, a todo el cine (dentro del cine) que ha aparecido en largometrajes pasados; la madre ojerosa que construye Ángela Molina, a todas las madres del contador de ficciones (y a la suya propia). Almodóvar crea y habla sobre sí mismo en voz alta. Algunos dirán prepotencia; otros, maestría.

El cine es aquí el arte abstracto que forja relaciones perpetuas, devedés que se amontonan en estanterías impolutas y recuerdos que torturan. La cámara de Mateo cuenta una película utópica, mientras que la cámara de Ray X intimida, alimenta la violencia del productor y del amante. La cámara es precisamente el artilugio mágico que utiliza Almodóvar para retratar a sus muñecas rusas, un ejercicio espléndido cargado de imágenes bellas e inolvidables. El componente visual, como era de esperar, se fusiona magistralmente con la oscura y cortante música de Alberto Iglesias. La generosa colección de secundarios, magníficas interpretaciones que juegan con la cámara y esta con ellas, justifica la naturaleza del homenaje, el por qué de todo lo visto. Antes de que alguien afirme que el final es espeso e innecesario, debo avisar que la moraleja, el guiño del autor a sus fans, está en los últimos minutos del relato. Los abrazos rotos será recordada por ser la película más ambiciosa de su autor, la versión hiperbólica de los últimos títulos del manchego. Sin herir al espectador airado, las dos horas y cuarto de Los abrazos rotos perdurarán para futuras risas y lloros, prometedores estudios, gratificantes visionados y más amplias (y mejores) críticas. El fan de Almodóvar, digan lo que digan, sigue fiel y contento.