
La fina capa de hielo que pisan las protagonistas de
Frozen River remite a otra capa más metafórica: la delgada línea que separa lo moralmente correcto de lo corrupto. Ese escenario de hielo alegórico congela los fotogramas de esta lúcida ópera prima, pequeña vuelta de tuerca al estilo de
Fargo y
Aflicción. No pueden desvelarse demasiadas cosas del argumento, pero debe subrayarse su tempo
in crescendo y su compleja resolución, broche de oro a la que se acaba convirtiendo en una
atípica y radical historia de solidaridad entre dos lobas heridas. El rostro magullado de Melissa Leo, multipremiada por su caótica Ray, redondea un relato pequeño, un thriller bien escrito y dirigido con sobriedad.

Courtney Hunt orquestra una trama de soledades y madres frustradas, un mapa de precariedad económica y familias rotas. El tráfico de personas, más allá de cualquier crítica facilona, es utilizado aquí para entrar en el terreno del thriller y alterar las convenciones del drama. A esta sabia combinación se le suma la gravedad de una
tragedia fronteriza, la tensión de una
road movie criminal, la maestría de un
western grisáceo. Existe la extraña sensación de haber asistido a
la victoria de lo sencillo y a
la reinvención del concepto indie (¿adjetivo o sustantivo?), etiqueta discutible, últimamente alterada por comedias de menor entidad. Tras
La boda de Rachel, ejercicio que también buscaba reflexiones en voz baja, el espectador comprometido con el mundo y con el cine de
qualité tiene una cita obligada con el hielo, el moho y la amargura de
Frozen River. Antes de que algún crítico avispado la reivindique como una de las mejores películas del año, deben anotar
Frozen River en la lista de visionados obligatorios. Cojan el consejo: aún no se ha estrenado en España.