Ver cine y hacer cine siempre ha sido un acto de fe, pero últimamente más que nunca. Seguramente por los cambios en la forma de concebir la realidad-ficción derivados de ciertos espacios televisivos, la ambigüedad se ha instalado en el séptimo arte. Al principio el espectador se sorprendía, como ocurre siempre ante una fórmula nueva, con mentirijillas de lo más endebles: la supuesta veracidad del material filmado de El proyecto de la bruja de Blair hizo correr ríos de tinta. Con el tiempo la impostura se ha ido perfeccionando, y si no hay sorpresa por la novedad esta sí se produce por la originalidad, todavía sin límites, de ciertas fórmulas. Cuesta decidir en el 2013 en qué porcentaje recae el peso de una película en el director, en el montador o en el guionista del film. La duda empezó en la pequeña pantalla (¿hasta qué punto están manipulados los cortes que se ofrecen del reality show de turno?) y era cuestión de tiempo que el debate llegase al cine, todo ello para reformular la forma de producir y consumir películas, una evolución que no por lógica resulta menos destacable. Ahora el espectador no se siente tan atraído por lo enteramente ficticio como por las relaciones entre lo que ve y lo que le es reconocible; en otras palabras, ahora el cinéfilo quiere que le cuenten la última patraña bigger than life, con la condición de que la mentira, a base de maquillarla y repetirla, resulte creíble. Y si la ficción tradicional está en crisis, espacios como Gran Hermano, El último explorador o Me cambio de familia han cambiado el clásico patrón del concurso de toda la vida: ahora lo importante es ver y ser vistos. De hecho, ahora ni tan siquiera existe la prensa rosa: el cotilleo sigue siendo la base, pero el espectáculo surge de la mediatización de quienes años atrás solo eran transmisores de contenidos. El documental participa de todo ello, obviamente con cauces artísticos y narrativos más interesantes que los televisivos. El falso documental vive su gran auge con Searching for Sugar Man o esta El impostor, en ambos casos películas en las que es difícil distinguir dónde empieza y acaba la realidad y la ficción. Los documentales solían remitirnos en sus títulos de crédito a una página web informativa, pero ahora la cosa ha ido a más y directamente descubrimos la película que hemos visto investigando en Wikipedia. El cine ya no se forma de historias sino de imágenes, y a cada espectador, en función de su perspicacia o inocencia, le toca decidir hasta qué punto 'compra' o no lo que está viendo.
Lo dicho parece una cuestión más propia de una clase de teoría de la comunicación o filosofía que estrictamente de cine, pero sin duda es un tema interesante que viene a la mente tras ver El impostor. Si todavía no saben de qué va o qué cuenta la película, aquí no encontrarán ni pistas ni spoilers: hay que ver el film virgen de información, o lo más virgen posible. Lo que sí podemos desvelar es que de la misma forma que Sixto Rodríguez es el héroe del año este impostor está destinado a ser el gran villano del 2013. A diferencia del film sueco, El impostor es, valga la gracia, más impostado: viéndolo, me replanteo más veces lo que se me ofrece, y tal vez por ello me mantengo bastante lejos de su historia. Mientras en Searching for Sugar Man disfruto de la fórmula (es un thriller, un drama, un film musical...), en El impostor pienso que la materia prima es tan valiosa que me gustaría que me la contasen de la forma más tradicional: disfrutándola como un buen ejercicio de cine negro, con actores y un buen guion sin imágenes de archivo ni recreaciones extrañas. El impostor, gusten más o menos sus trucos, deja una buena reflexión: la identidad (quiénes somos, quiénes decimos que somos, quiénes queremos ser) es ahora más líquida que nunca, y más con las posibilidades de engaño que marcan tanto la citada televisión como las redes sociales. El arrivismo es el pan nuestro de cada día, lo importante es copar los titulares y ya no importa realmente ser noticia. El impostor de la película es un loco y un cuerdo, un osado y un cobarde, y sea como sea se parece muchísimo al Truman que vive en estado semiinconsciente protagonizando su propio show. El impostor es un film moderno, pero corre el riesgo de que con el tiempo se descubra que tras el humo no había demasiado que contar. Pero si ahora importa más el subterfugio que el tema, los pretextos que el contexto (y ya no digamos el texto), nadie le quita a El impostor su condición de pequeño gran acontecimiento. ¿El secreto? Hay que ir a la sala del cine para saberlo. Aunque al final nada es tan moderno como parece: ¿dónde queda ese Zelig de Allen o el Fraude de Welles? Que siga entonces el embrollo.
Para los que se quedan embobados viendo a los trileros en acción.
Lo mejor: Su historia es tan increíble que dan ganas de contarla.
Lo peor: Muchos no le seguirán el juego, y están en su derecho de no hacerlo.
Nota: 6'5
Lo mejor: Su historia es tan increíble que dan ganas de contarla.
Lo peor: Muchos no le seguirán el juego, y están en su derecho de no hacerlo.
Nota: 6'5
No hay comentarios:
Publicar un comentario