miércoles, 10 de marzo de 2010

ENTRADAS DE CINE: CADA DÍA MÁS CARAS

Hace unos años, este analista recuerda haber pagado 300 pesetas por ver Chocolat o Náufrago. La entrada de El baile de la victoria quedaba en 6'90 euros, y preguntarse por la subida de precios me pareció una tarea necesaria. No estamos ante el robo más grande jamás contado como rezaba la película de Daniel Monzón, pero sí ante el análisis de una realidad más que visible: la paulatina subida del importe de las entradas de cine. No exageramos: donde antes se podían ver dos películas, ahora solo se tiene derecho a una, siempre obviando el derroche de palomitas y refrescos. Si la piratería tiene la fuerza que tiene es, en parte, por el factor monetario: un ordenador vale sus euros, pero el mundo de las descargas es, a corto plazo, sinónimo de ahorro. El cine antes era una parada más dentro de un polígono industrial o zona de ocio. Ahora es casi un lujo inalcanzable, igual que la adquisición de ciertos dvds. La jugada no tiene sentido porque la mayoría de multicines se agolpan en zonas apartadas de los cascos urbanos. En todos los sentidos, se desprecia al espectador que solo viaja para ver una película: al valor de la entrada hay que pagar el dinero de la gasolina o el ticket del transporte público. Al fin y al cabo, hablamos de pérdida de tiempo: no solo contamos la duración de la película, sino los minutos que disponemos para realizar el ritual de ir, escoger y volver. No debemos olvidar que, cuando compramos una entrada de cine, un libro o un dvd, no solo adquirimos una historia, sino el tiempo que queremos invertir en una ficción que, en el mejor de los casos, nos hará olvidar nuestros quehaceres rutinarios. Con las entradas de cine por las nubes, la visita a las salas es más estresante que entretenida. No hay mayor justificación del tiempo que las reglas (que no leyes) de la piratería: con escasos clicks y minutos, el usuario accede a un amplísimo abanico de posibilidades audiovisuales. Si hay menos espectadores, el beneficio por entrada vendida debe ser mayor. Pese a todo, ¿cómo deshacer un embrollo en el que lo económico y lo cultural se pelean como agua y aceite?


Una de las medidas más curiosas para potenciar las visitas a los cines es la llamada Fiesta del cine. El espectador paga una entrada y, con ella, puede repetir el visionado de otra película a un precio considerablemente menor. La estrategia funcionó muy bien y amenaza con nuevas entregas. No deben defenderse estas acciones: la sociedad imprime con ellas la cultura de lo gratuito y debe entenderse que una entrada de cine tiene que valer su dinero, como también debe pagarse por un disco o una novela. La cultura es patrimonio de todos, pero no por ello debe o puede ser accesible a todos. Como vemos películas y no cine (o sea: historias, pero no arte), el espectador de hoy en día no valora la tarea del director, actor o guionista, y no tiene la sensación de estar pagando a los artífices de sus fantasías. De la misma forma que pagamos a la productora multimillonaria, también estamos posibilitando que el artista pueda seguir imaginando y aportando su vital granito de arena al conjunto del tejido social. Un colectivo, país o nación no puede prescindir del cine, de su cine, como elemento unificador, identificador y enriquecedor. En ningún caso el proceso debe ser gratis, por mucho que nos guste la palabra. No hay nada caro o barato, sino prioridades a la hora de gastar. En todo caso, estamos hablando de un precio excesivo, no de una dictadura: seguro que con una entrada por cuatro euros las cosas cambiarían de forma considerable. Hay precios caros, sí, pero también espectadores descarados. ¿Ello recibe el calificativo de 'fiesta'? Discutible: más fiestas son los Festivales de San Sebastián o Cannes donde, pese a todo, el cine como disciplina artística es el verdadero protagonista.

James Cameron tiene su particular lectura del tema. Avatar ha costado un sinfín de billetes, y lo desmesurado también puede aplicarse a su campaña publicitaria y beneficios en taquilla. Para Cameron, la verdadera aberración está en la película que cuesta poco y gana mucho: esos beneficios sí son netos. El comentario de Cameron es, cuanto menos, naif porque nada ni nadie puede dictar las preferencias de los espectadores. Que una película sea un fracaso o un éxito puede manipularse, pero no el hecho que una cinta guste o no. Cameron propondría la siguiente regla de tres: si Avatar vale 200 millones de dólares, la entrada podría estimarse en 10 euros, mientras que producciones modestas podrían resultar casi gratuítas para el que paga. ¿No resulta gracioso? El cine nace del dinero y la venta de entradas es la forma más lógica de recortar gastos y adquirir beneficios. Cuestiones que, en todo caso, poco o nada importan a las pandillas de amigos que ven como su carnet joven no sirve durante los fines de semana; a personas que van al cine menos porque, sencillamente, no pueden costearse una cinefilia más rica. Las entradas de cine son caras y no hay solución a la vista. Lo que fue el arte de todos (los libros precisan de una situación de alfabetismo: el cine resta abierto a todo tipo de culturas y audiencias), ahora es el lujo de unos pocos. La situación es peligrosa: cuestiones económicas a parte, el cine se está alejando de su naturaleza y esencia. Ello sí es alarmante... y caro: puede que no haya vuelta atrás.