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Sozaemon debe vengar la muerte de su padre a riesgo de ser repudiado por sus vecinos. Mientras se debate entre la moral de la colectividad y la propia, nuestro protagonista se enamorará de una madre coraje que esconde a su hijo la muerte de su padre en una guerra ya acabada. Hana es un retrato sobresaliente de seres dominados por el amor, el desamor, la pérdida y la miseria, todo ello contemplado desde el cobijo de la hoguera, desde la benevolencia de la comedia, desde el narrador que, pese a los claroscuros de la trama, ama incondicionalmente a sus personajes. De aquí que un asunto tan grave como la muerte acabe siendo una fiesta donde todo el mundo intentará sacar tajada, reírse y saltarse a la torera los esquemas feudales que guían sus vidas. Hana es una versión moderna del Amarcord de Fellini o Las hierbas errantes de Yasujiro Ozu, una historia donde lo serio se torna absurdo y viceversa. Hana es una película agradable que no pretende impactar dramáticamente en el público, gran diferencia con su antecesora fílmica. A pesar de esto, es en esta medianía donde el film encuentra su belleza. De no haber sido así, estaríamos ante una obra equiparable a La balada de Narayama (personajes primitivos marcados por una ancestral lectura de la muerte y la religión) o Zatoichi (visión colorista y alegre de la violencia del samurái). Pero Hana es lo que es y no aspira más: con eso hay más que suficiente.
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