martes, 14 de agosto de 2018

CRÍTICA | LORO 1, de Paolo Sorrentino



Todo documentado, todo arbitrario
LORO 1
Italia, 2018. Dirección: Paolo Sorrentino Guión: Paolo Sorrentino y Umberto Contarello Fotografía: Luca Bigazzi Música: Lele Marchitelli y VV. AA. Reparto: Toni Servillo, Riccardo Scamarcio, Chiara Iezzi, Elena Sofia Ricci, Ricky Memphis, Roberto Herlitzka, Roberto De Francesco, Alessia Fabiani, Dario Cantarelli, Fabrizio Bentivoglio, Giulia Alberti, Kasia Smutniak, Euridice Axén Género: Sátira política. Biopic Duración: 100 min. Tráiler: Link Fecha de estreno en España: Por determinar
¿De qué va?:  Entre Puglia, Cerdeña y Roma, distintos personajes se mueven en una esfera de poder y excesos. En un evento nocturno, los caminos de un ministro y un emprendedor de poca monta coinciden. Ambos quieren contactar con un hombre que se hace llamar "dios" porque nadie ha visto su rostro.



Paolo Sorrentino abre Loro 1 avisándonos en sus títulos de crédito que lo que vamos a ver, pese a referirse a personas y a hechos existentes, es una fantasía. No se puede acusar de manipulador al firmante de La juventud: efectivamente, la primera parte del díptico berlusconiano está en las antípodas de cualquier crónica periodística, incluso se diría que discurre por voluntad propia muy alejada de toda referencia política. Una decisión lógica, porque tal declaración de intenciones viene redactada por un director que siempre se ha sentido seducido por el asombro de la fábula y no por el poder irrefutable de la real. Loro 1 es, por lo tanto, un juego de espejos deformados, una historia de espectros en la que no importa tanto saber qué o a quiénes se interpela como entender la libertad con la que Sorrentino atisba, entre fascinado y horrorizado, esa Italia que, a golpe de convertir la televisión en basura y la basura en política, ya no puede distinguir la realidad de la ficción.


Tal es el grado de fantasmagoría que la película presenta a Berlusconi mediante otro personaje. O mejor: con la cara del "Cavaliere" tatuada en el cuerpo de una prostituta, allá donde la espalda se confunde con el trasero. La primera hora de Loro 1 se centra en Sergio Mora, un empresario que organiza fiestas con escorts y que puede leerse como un trasunto artístico del empresario Gianpaolo Tarantini. Se trata de observar las rutinas de la corte ("ellos", loro) para finalmente llegar al escalón más elevado del reino ("él", lui). En esta parte, Sorrentino entiende el circo berlusconiano como una bacanal de drogas, concubinas, música atronadora y desfases de todo tipo, y por desgracia el director fracasa a la hora de utilizar la cutrez italiana como vehículo para construir imágenes de gran calado. Loro 1, como daño colateral, resulta igual de cutre y vacía de contenido. Pero ello no es un demérito ni resta valor a la mirada de Sorrentino. De nuevo, si la obra no quiere posicionarse, es coherente que en ella no haya espacio ni a la crítica ni al perdón. Ahora bien: sí puede cuestionarse que su firmante regrese a las formas de La gran belleza, no precisamente para mejorarlas, y que lo haga con una historia que, con independencia del valor artístico que le atribuya cada uno, no ayuda a los italianos, menos todavía a nosotros, a entender cómo y por qué el país llegó a ese punto, puede que de no retorno, en el que la impunidad se convirtió en ley.


Por suerte, Sorrentino clausura con mano maestra esos sesenta minutos de imágenes asquerosas, literal y metafóricamente hablando. En una farra a primera línea de playa, copia de otros saraos al estilo Spring Breakers y El lobo de Wall Street, Sergio Mora mira al horizonte. En ese momento, como si el personaje hubiera reconocido su condición de fantasma, el protagonista desaparece mientras al otro lado de la orilla, en una casa todavía más lujosa, Silvio Berlusconi irrumpe en pantalla con el rostro perfectamente caracterizado de Toni Servillo, para más inri vestido de mujer. Hay una broma interna evidente: en calidad de ente travestido, Berlusconi pudo haber estado en los primeros fotogramas del film sin que nos hubiéramos percatado de ello. Aquí Loro 1 pasa a ser una sátira sobre un ser humano que se cree por encima del bien y del mal. Un hombre que también puede ser un dios, el mismo que antes, en una de las escenas más flipadas-flipantes del conjunto, había eyaculado con la cara tapada tras una masturbación de... ¡cuatro segundos! Pero de nuevo hay otro espíritu de por medio: la presencia de una esposa que, para compensar la megalomanía de su marido, se refugia haciendo deporte, leyendo a Saramago y, bonita ironía, acaparando el tercio final del metraje. Tanto es así que al pobre diablo no le queda otra que despedir la película, "su película", viendo en el mar las sombras imaginarias de un yate lleno de mujeres contoneándose al ritmo de más "chumba chumba". El círculo se completa, los fantasmas se desvanecen y Sorrentino pone punto y seguido a su guiñol.


Con todo lo dicho, es evidente que Loro 1 carece de unidad, y tal vez para encontrarla habrá que visionar la segunda parte. Una continuación que abandone la tercera persona del plural para ser, sin eufemismos, con suerte también sin artificios, un retrato de Beslusconi en todas sus dimensiones. Lo que no quita que Loro 1, como mitad desgajada, no se preste a interesantes conclusiones. La más inmediata: comprobar cómo el genio pedante de Sorrentino se refugia en el concepto y la forma para esconder su falta total de temas. La más interesante: ver cómo esa nadería sirve para convertir a Berlusconi y sus satélites en cadáveres exquisitos, en ideas atemporales, en fantasmas que nos circundan y que incluso nosotros mismos podemos encarnar según el contexto, aunque nos pese. Si esa operación de Fellini altanero es suficiente debe decidirlo cada espectador. Para quien escribe, Sorrentino es, como Berlusconi, un farsante que sabe hacer uso de sus trucos para hipnotizarnos. La repugnancia y el placer, el arte refinado y los espectáculos torticeros de Mediaset, la contradicción al fin y al cabo, seguirán en Loro 2.



Para los que creen que el hemiciclo del parlamento es poco más que la carpa de un circo.
Lo mejor: La duda (razonable, en el fondo atractiva) de si sus fotogramas se merecen aplausos o vómitos.
Lo peor: Que, al debatir la legitimidad de sus imágenes, se olvide denunciar todo lo que subyace en ellas.


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