lunes, 6 de agosto de 2018

CRÍTICA | BURNING, de Lee Chang-Dong


Invernaderos (imaginarios) que prenden
BURNING
Festival de Cannes: Premio FIPRESCI
Corea del sur, 2018. Dirección: Lee Chang-Dong Guión: Lee Chang-Dong y Jungmi Oh, inspirado en el cuento Quemar graneros de Haruki Murakami Fotografía: Kyung-Pyo Hong Música: Mowg Reparto: Yoo Ah In, Yeun Steven, Jun Jong-seo, Kang Dong-won, Yoo Ah In Género: Thriller psicólogico. Drama Duración: 150 min. Tráiler: Link Fecha de estreno en España: Por determinar
¿De qué va?: Jongsu trabaja como mensajero aunque aspira a ser un escritor de éxito. Un día coincide con Haemi, una antigua vecina. La chica pide a Jongsu que cuide su gato durante su estancia en África. A su regreso, Haemi llega acompañada de Ben, un chico de vida acomodada. Jongsu vive en el campo, cerca de la frontera con Corea del norte, y Ben tiene un piso lujoso en el centro de la ciudad. Tiempo después, Haemi desaparece y Jongsu inicia su búsqueda.



Burning empieza y termina con dos planos largos, uno en plena ciudad y otro en la cuneta de una carretera. Y entre ambos momentos, Chang-Dong introduce la mejor escena de la película, probablemente la secuencia más bella del año, en toma única: el baile de Haemi, el vértice femenino del triángulo, bañado por la luz anaranjada del atardecer mientras una bandera de Corea del sur, otro apunte aparentemente vanal pero preñado de significado, ondea a capricho. Pura geometría. Porque, aunque a veces parece una película errática, Burning es un thriller de una precisión envidiable, calculado al milímetro para que el espectador entienda a cada instante lo justo y necesario, sin posibilidad de avanzarse a la trama y, por lo tanto, a merced de los quiebros enrarecidos del director.


Chang-Dong, que fue Ministro de Cultura de su país, no duda en atacar el sistema establecido y las bases sociales de Corea en una historia que tiene mil y una ramificaciones, también símbolos poderosos cual Lynch onírico. El interés de la trama no reside tanto en la literalidad de su argumento como en su atmósfera, entre reconocible y extraña. Burning se pliega hasta tal punto que llega a cuestionarse a sí misma: aunque avistemos las más de dos horas de relato desde los ojos de Jongsu, un aspirante a escritor con poca suerte, la mano maestra de su director consigue que al final nos distanciemos de Jongsu y nos cuestionemos todas sus acciones. Y con ellas, la película entera. O mejor: su misterio, que pivota sobre la eterna diferencia de clases. Burning, vaya, tarda en prender llama, pero incendia, y de qué manera.


Burning, en resumen, no sorprende tanto por lo que cuenta como por lo que deja intuir. Convencen más sus dudas que sus certezas. Chang-Dong encuentra la poesía en sus imágenes precisamente porque no la busca: como narrador se guarda varios ases en la manga, pero nunca fuerza los mecanismos de la historia para epatar al personal con uno u otro giro, ya que todo el conjunto se intuye coherente, orgánico; y formalmente es un artista sin dobleces, muy austero, fiel creyente de que menos es más. En un Festival de Cannes cuya sección oficial ha incluído varias ficciones con desapariciones de por medio, Burning destaca como una de las más obsesivas y obsesionantes. Y como Chang-Dong nos deja el desasosiego en la mente y el susto en el cuerpo, no nos quedará otra que ver el filme una y otra vez hasta convertirlo en lo que ya es: una de las películas más importantes de la contemporaneidad.


Para amantes de los rompecabezas, los finales abiertos y las tramas enfermizas.
Lo mejor: La escena del baile. Sus tres actores, impecables.
Lo peor: A veces subraya sus metáforas, sobre todo cuando contrapone escenas parejas (las dos fiestas, el enigma del gato, etc.), aunque esos juegos también ayudan a darle nuevos sentidos a la trama.


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