

Lo verderamente imposible, y he aquí cuando la película pierde parte de su atractivo, es conectar con un mundo que, aunque se presente como lírico, sólo se me antoja vacío. La relación de amor del protagonista con una yonki no debería haber superado la duración y el formato de un largometraje. Además, Helena Miquel ni logra una buena interpretación ni el espectador sabe ubicar su personaje entre tanta confusión lingüística. El idioma imposible, por críptica, se presenta pedante y un tanto deprimente. Uno tiene la sensación de que el film no aprovecha sus posibilidades narrativas, algo que no ocurre con una minimalista y cuidada escenografía. El espacio, a falta de otros alicientes, es el que vence: una Barcelona soñolienta en la que unas botas que cuelgan del tendido eléctrico pueden indicar la presencia de un camello, una ciudad que anochece y despierta ebria de alcohol y amor, una urbe plural que acoje a gente de todo tipo y que dibuja un sinfín de sonidos (las baladas francesas tan bien elegidas, el runrun del mercadillo, las palmas de un compás flamenco, el vaivén del mar o los ruidos de una narración que puede entenderse como un recuerdo, un sueño o un infierno en espera). Puede que sea imposible, pero el intento (su visionado) vale la pena.
