Dominik Moll corre el riesgo de convertirse en un cineasta incomprendido. En doce años ha realizado tres películas, muchos no le perdonan que no haya sabido mantenerse en pie tras el éxito de Harry, un amigo que os quiere, y otros le guardan cierto resentimiento desde que Lemming inaugurase con críticas feroces el Festival de Cannes 2005. Moll es un autor singular que sabe crear atmósferas muy interesantes, jugando con los límites del terror gótico y el drama surrealista. A Moll nadie le puede negar su capacidad por construir imágenes memorables, ambientes turbulentos y personajes frágiles que se mueven en un mundo aparentemente normal que a la mitad del metraje se desvanece y alambica. Las películas de Moll arrancan avecinando historias que presuntamente quieren discurrir por caminos ya transitados, pero las inquietudes del director empujan los relatos a deshacerse de cualquier previsibilidad y linealidad narrativa, a desgajarse de su parte material y a acabar como piezas de un surrealismo tan marciano como poco valorado. Quizás por eso las obras de Moll siempre resultan más deslumbrantes como conceptos que como historias, resultan poco atractivas para el gran público e insuficientes para la crítica especializada. El monje no es una excepción: volvemos a encontrarnos con el Moll irregular pero atrayente, con una historia tan frágil como absorbente, un ejercicio más simbólico que terrenal, más experimental que carnal. Aun teniendo en cuenta que El monje desconcierta, y aun partiendo de la base que ese desconcierto se debe tanto a la personalidad del artista como a la poca consistencia del guión, hay que reconocer que el nuevo juego cinematográfico de Moll es tan débil como misterioso, intenso, perverso, oscuro, interesante. Una parábola extraña, lo más démodé desde la española Teresa: el cuerpo de Cristo, sobre las debilidades de la carne, el miedo al pecado o la débil línea que separa la duda de la certeza, la fe en lo intangible y la atracción por lo palpable. El monje es una película pesadillesca que demuestra la solidez y las flaquezas de Dominik Moll como director de un cine inclasificable, bien por convicción o por puro accidente. Como era de esperar, nadie ha aplaudido una película que en ningún momento quiere ser una película de época o una historia religiosa. Pero resulta imposible no sentir cierta estima por este cuento diabólico de sombras y fantasmas, con un Vincent Cassel al borde la esquizofrenia y una deslumbrante banda sonora de Alberto Iglesias. Seguimos fieles al discutible dogma de Moll a riesgo de ser defensores de una causa perdida: El monje es más compleja de lo que parece, y los buenos espectadores/cristianos sabrán perdonar que Moll, pese a sus aptitudes, siga sin brindarnos esa película redonda que parecía un hecho allá por 1999.
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