Desde España cuesta entender que en Islandia, tras estallar la crisis de su principal banco, una encuesta revelase que para los 350.000 habitantes de la isla la preservación de la naturaleza era la segunda precupación nacional. Un dato que se explica fácilmente porque los islandeses, más que estar rodeados de naturaleza, se podría decir que viven en ella. Esto se me ocurrió tras ver La princesa Mononoke, una película japonesa, y por lo tanto poco o nada relacionada con Islandia, no por casualidad firmada por ese humanista ecologista que es Hayao Miyasaki. En La princesa Mononoke desfilan espíritus del bosque, entidades abstractas que, aliadas con la imaginería visual del maestro nipón, dotan de personalidad y atmósfera a uno de los grandes títulos del cine animado, sobre todo porque fue la primera cinta de Miyasaki que se vio en los cines europeos. La princesa Mononoke es eso: la posibilidad de adentrarse en un mundo cerrado y coherente, con sus propias reglas, con sus directrices visuales, con su sensibilidad a base de metáforas. La princesa Mononoke es una película con mensaje, y solo por la presencia de moraleja ya podríamos considerarla una fábula infantil. Y al mismo tiempo, los dibujos nada impúdicos que recrean un cine de samuráis pasado por el filtro del carboncillo y del ordenador nos dejan la imagen de un manga adulto cercano a las historias de Katsuhiro Otomo o Satoshi Kon. Aunque si hubiera que plantear una pugna entre naturaleza y guerra, obviamente en Miyasaki, de tradición pacifista, gana la naturaleza. Así, la historia queda clausurada con el resurgir de uno de los seres o fantasmas del bosque, y no con la vuelta del protagonista a su poblado. Porque Miyasaki en La princesa Mononoke va de lo humano (más concreto) a lo vivo (más general), de lo terrenal a lo abstracto: ese es el viaje que esconde El viaje de Chihiro, la trayectoria vital de Ponyo o incluso el devenir de la sombrerera de El castillo ambulante antes y después del hechizo que la obliga a vivir en el cuerpo de una anciana. Una dualidad aquí marcada por Ashitaka, otra víctima de otra maldición nacida de lo mágico, un príncipe que lucha por sobrevivir (representa en un inicio el egoísmo del hombre); y Mononoke, dibujada como una enfant sauvage, princesa que reniega de su pasado humano para convertirse en defensora de la naturaleza azotada por los humanos (representa el altruismo, la pureza, la lucha y la reivindicación). Miyasaki seguramente desconoce la anécdota sobre Islandia, pero de conocerla seguro que la relacionaría sin problemas con su cine: Totoro no sería nada sin la naturaleza, que funciona de casa subterránea bajo las raíces de un árbol milenario. Lo mismo sucede con la superstición y el activismo que guían los pasos de Mononoke.
La princesa Mononoke es épica y humana, y aún así no figura para este blog entre los mejores títulos de Miyasaki. Tal vez porque Miyasaki estira demasiado la trama, descubre las intenciones y los entresijos de la película con demasiada parsimonia, y su filosofía corre el riesgo de quedar semioculta entre tantos seres fantásticos. Es como si el estilo Miyasaki, al querer abrazar la truculencia del cine de espadas, la crítica social, el alegato feminista y el discurso anticapitalista fluyese de una forma poco natural, al menos poco liviana. La princesa Mononoke deviene una película densa, extensa en intenciones y espesa en cuanto a reflexiones. No se produce, en definitiva, ese camino de ida y no vuelta que proporcionaba El viaje de Chihiro, para siempre la gran obra maestra del máximo representante del Estudio Ghibli. La princesa Mononoke carece de la espontaneidad de Mi vecino Totoro. Contiene el corazón sereno de Miyasaki sin llegar a producir fascinación. El bosque acaba gustando más por exceso que por verdadera existencia de malas hierbas. Puede que, de nuevo, el hecho de estar a las antípodas culturales de Japón nos haga en parte ajenos al mensaje de la película. O sencillamente puede que La princesa Mononoke precise más de un visionado, porque más que apelar a una audiencia juvenil remite al lado infantil de los adultos. Como viene haciendo Miyasaki desde hace muchas décadas. Aún con todo, no es difícil reconocer que La princesa Mononoke es sólida, colosal, casi un género cinematográfico en sí misma, un título de culto, de referencia y de reverencia. Quizás la obra 'total' de Miyasaki por funcionar como compendio de todo aquello que asienta las bases de su cine anterior y posterior. Hay amargura, heridas, rencor, venganza, orfandad; y a su vez amor, lucha, ecos mitológicos, elogio a la vida y paisajes entre lo bélico y lo bucólico. También mucho cine. En los 90 todavía se ponía en duda que el cine de animación pudiese decir tanto de nosotros mismos. Ahora, gracias a Pixar y también a Miyasaki, la animación ha dejado de ser el bastardo cinematográfico del cine de carne y hueso. Por ello no cuesta imaginar el asombro y la revelación que supuso La princesa Mononoke en su día, algo que junto a la eterna vigencia de su historia la convierten en un clásico moderno imperecedero.
Nota: 7
1 comentario:
Excelente reseña, compa Xavier... Ésta no la he visto, pero si he visto otras varias del maestro nipón, y me parecen increíbles: sensibilidad sin sensiblería y mensaje de calado en un envoltorio de sencillez formal absoluta. Una maravilla...
Un fuerte abrazo y buena semana.
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