martes, 27 de septiembre de 2011

Pequeño Miyasaki: Crítica de ARRIETTY Y EL MUNDO DE LOS DIMINUTOS


Viendo Arrietty y el mundo de los diminutos es imposible no invocar el cine de Miyasaki. No porque el film sea del estudio Ghibli; tampoco porque el realizador de la cinta, Hiromasa Yonebayashi, fuera en un pasado ayudante de dirección en films tan importantes como La princesa Mononoke. Miyasaki, que aquí ejerce las labores de guión y producción, se cuela en cada fotograma de esta Arrietty, todo se construye a partir de su cine, y la historia abre puentes, entabla relaciones, comparte símbolos con los mundos imaginarios del viejo sabio nipón. Bien porque no pudo, quizás por su edad, levantar el proyecto, bien porque realmente su última voluntad es formar a toda una nueva generación de autores que sigan su legado, Miyasaki ocupa un papel secundario y a la vez de invitado de honor y protagonista indiscutible en una aventura más pausada de lo habitual, una de las más contemplativas de la factoría, un nuevo ejercicio de resistencia frente al 3D con sus trazos coloreados a mano. Arrietty y el mundo de los diminutos comparte con Miyasaki una sensibilidad por la naturaleza y vuelve a tener en un niño enfermo el motor de la historia, el más adulto de todos los personajes en una trama que siempre se impone como metáfora del crecer y del querer conocer un mundo analógico, bellísimo, rural, fascinante, repleto de seres extraños. La verdad, la esencia, lo verdaderamente importante según los valores que enriquecen y transmite el cine de Miyasaki.


Arrietty puede interpretarse como una versión al revés de Mi vecino Totoro. En la cinta de 1988, unas niñas conocían a un ser extraño en el bosque que rodeaba su nueva casa, mientras que en Arrietty es el propio ser mágico, una niña de pocos centímetros, la que interpreta el mundo real como un territorio mágico (la dirección de Yonebayashi es rica en detalles: la exploración del mundo exterior por parte de la pequeña, en busca de un terrón de azúcar y un pañuelo de papel, se sitúa entre lo mejor que ha parido nunca el estudio). Sho, el niño que observa a Arrietty, resulta ser un joven sin padres y sin nadie con quien compartir sus penas y dudas: Totoro era un refugio de las niñas ante la enfermedad de su madre, mientras que Sho proyecta en el ser mágico esa carencia paterno y maternofilial que por el contrario nada tiene que ver con Arrietty, claramente sobreprotegida por su familia. Y al coincidir en la misma habitación, tanto Arrietty como Sho se convierten en cómplices de sus propios miedos: para ambos el mundo se tambalea ante una inminente operación de riesgo (Sho espera una intervención médica que puede acabar con su vida) y una mudanza inevitable (Arrietty y los suyos deben marcharse de su hogar y pisar un mundo inhóspito y peligroso). Ambos, a su manera, son supervivientes que están a punto de afrontar un cambio brusquísimo en su existencia. Y su breve encuentro puede interpretarse como el primer descubrimiento amoroso, el más sincero lazo de amistad entre dos seres que nunca debieron saber de la existencia del otro, y al final el empuje definitivo que el director regala a sus personajes para que estos tomen las riendas de sus destinos. En este sentido, Arrietty y el mundo de los diminutos acaba con una imagen melancólica, que es una despedida y al mismo tiempo una bienvenida a todo lo que está por venir. De nuevo, los personajes vuelven a imponerse a la acción (de hecho, en Arrietty suceden pocas cosas). Y de forma paradójica, los títulos de crédito terminan allí donde otras cintas convencionales empezarían a fabular: el futuro de Arrietty no importa porque a Yonebayashi, como a Miyasaki, le interesan más los procesos internos que externos, y prefiere situarse en una épica más centrada en la emoción que en la acción. Igual que en Mi vecino Totoro, los personajes adultos parecen obstáculos, seres que carecen de la pureza de sus pequeños: por eso la guardiana de la casa es la única que abre una guerra abierta con los diminutos seres que habitan en los cimientos del edificio. Pero al final vencen los buenos sentimientos: la imagen de Arrietty y sus padres alejándose, arrastrados por la corriente del río, navegando encima de una tetera tomada como bote, es la imagen definitiva de lo conquistado y de lo incierto, incluso una metáfora de ese Japón post-Fukushima, víctima de una de las mayores catástrofes naturales de los últimos años (para colmo, una riada también acababa con la ciudad de Ponyo en el acantilado). Conexiones, apuntes que convierten una historia aparentemente tan pequeña en un relato lleno de grandes y hondos discursos.



Arrietty y sus diminutos debe mucho al cine de Miyasaki, también a la novela de Mary Norton que inspira la idea de partida. Pero Arrietty es un 'pequeño Miyasaki'. Encaja mejor con las películas que el maestro hizo en los 80 (el citado Totoro) que con las más recientes El viaje de Chihiro y El castillo ambulante (en las que el mundo mágico se resolvía como un todo complejo, visualmente apabullante, un constante espectáculo para los sentidos). Arrietty prefiere narrar desde la austeridad, la pequeñez de esa casa enana construida en las entrañas de otra más grande. Algo muy propio de un autor nobel para el que prima más el respeto por el referente (Miyasaki) que la consecución de un estilo visual y narrativo propio. Aún así, Arrietty es mucho más equilibrada que Cuentos de Terramar, y continúa siendo un gozo para grandes y pequeños, una joya en tiempos digitales, un acontecimiento cinematográfico que debería trascender las esferas cinéfilas. Una película con algún momento sensiblero pero con mucha más alma de la que demuestran la mayoría de productos llegados de Estados Unidos.


Nota: 7'5

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