Daba pereza ver Manolete. Y tras haberla visto, da pareza escribir sobre ella. Aunque uno nunca debe abrazar los extremos, las convicciones de un servidor le llevan a considerarse antitaurino, con lo que recordar la figura del 'célebre' torero no era precisamente una prioridad. Pero me he llevado una sorpresa. Al director no le ha interesado el Manolete torero y lo ha descrito casi exclusivamente en calidad de enamorado. La dama es Penélope Cruz, y sólo ella justifica el visionado de la película. Manolete no tiene ningún interés, tampoco la anodina interpretación de Adrien Brody (elegido no por sus atributos interpretativos, sino por su relativa semejanza física con el personaje). Al público español le harán gracia las apariciones de Juan Echanove y Santiago Segura, pero ello no supone ningún aliciente. El verdadero atractivo está en Penélope Cruz, y algún iluminado debería rebautizar la película como Lupe, el nombre de la amada amante que encarna la española. Este es su biopic. Ella está guapísima. Tiene la furia del mejor toro. Se bambolea como en las mejores ficciones almodovarianas. El vestuario no sería lo mismo sin su percha para vestir toda esa ristra de modelos. La cámara la persigue. Vaya, que Manolete, una película de cadencia lenta y atractivo cero, remonta el vuelo gracias a nuestra estrella más internacional. No nos importa quién fue Manolete. Muchos dirán que las faenas de Manolete eran arte, pero para quien esto escribe sólo eran matanzas; el verdadero arte lo aporta Penélope Cruz, la diva que estaba escondida. Manolete es una película consciente de su despropósito: la figura que retrata sólo atrae a su director, y por eso se nos brinda al resto de los mortales un nuevo ejemplo de la magia que desprende, la fascinación que despierta, la experiencia que supone ver a una Penélope Cruz en su etapa más productiva y prolífica. Más temperamental e italiana que nunca. Así acabamos contentos y con un 'olé' en la boca.
Nota: 5'5