A Manuel Martín Cuenca no lo teníamos catalogado como un artista de cine contemplativo y callado, aunque sus anteriores La flaqueza del bolchevique y Malas temporadas no fueran in strictu sensu dramas o comedias puras, cine social o thrillers, géneros reconocibles en los que sí ha discurrido el último cine de Bollaín o León de Aranoa. La mitad de Óscar viene a reivindicar y reinventar toda la pequeña pero potente cinematografía de Martín Cuenca, y el cineasta nos dice que nos habíamos equivocado al situarlo en corrientes más habituales, cauces principales de un cine español bastante disgregado. Martín Cuenca es más un pequeño afluente que el río dominante de una cinematografía que vive de sus grandes autores (a los anteriores, los siempre omnipresentes Almodóvar y Amenábar); y defendiendo su condición de satélite, nunca de astro rey, y tras sus devaneos con el documental histórico, ha filmado una película que es un regalo envenenado, que se acoge a una tradición europea de cine de autor totalmente libre, también difícil para los no iniciados, plenamente consciente de concursar en una segunda división comercial sin pensar en la taquilla. Aunque La flaqueza del bolchevique, tan reivindicada, en su día no recaudó más de 400.000 euros. Vaya, que como espectadores algo hemos hecho mal con Martín Cuenca. Por eso La mitad de Óscar desconcierta desde el primer momento y nos abandona en la más absoluta desolación y perplejidad: en ningún momento esperábamos una película en la que hay más intuiciones que diálogos, más siluetas que personajes, más sospechas que una historia con todas sus letras. Un film de mitades, nunca de totalidades.
La mitad de Óscar crea suspense con poquísimos recursos. Tres partes en las que vemos tres personajes. Un paisaje exuberante y rocoso se convierte en la exteriorización de unos sentimientos que ningún personaje verbaliza. Nunca sabremos qué ocurre con esos seres tan cerrados, cuáles son sus reproches, qué ocurrió en el pasado, qué motivos justifican su excéntrica actitud. Como avisa su título, la película es la parte disgregada de una trama, como si la película empezase a mitad de una historia y nunca se nos contase lo ocurrido anteriormente. Por eso el film requiere de espectadores pacientes que sepan rellenar los vacíos y cargar de semántica cada mueca y frase de los personajes. Así uno nunca sabe si ese paseo por las montañas es una huida, un reencuentro, una metáfora, un flashback; si el novio francés es el malo de la película o la encarnación del propio espectador al no entender nada de lo que ocurre entre los dos hermanos. No sabemos si es porque nos ha cogido desprevenidos o porque sus fotogramas realmente tienen propiedades hipnóticas, pero La mitad de Óscar es una película que no se olvida con facilidad, de la que a uno le gustaría saber más de lo que ocurrió antes y de lo que ocurrirá después. Sobre el papel, narra el reencuentro de dos hermanos con motivo de la muerte de su abuelo después de muchos años; en la práctica, es mucho más. Seguramente nadie se acordará de ella cuando se tenga que destacar el mejor cine español del 2011, pero La mitad de Óscar es lo suficientemente enigmática y perversa para aguantar en las crónicas de la cinefilia más combatiente. De momento, el plano del amanecer, con un diálogo en penumbra, hace méritos para ser la escena del año.
Nota: 7
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