domingo, 8 de junio de 2014

CRÍTICA CSF: EL NIÑO DE MÂCON, de Peter Greenaway


EL NIÑO DE MÂCON (THE BABY OF MÂCON), de Peter Greenaway
Especial Peter Greenaway. Cinoscar Summer Festival 2014: Retrospectiva
Reino Unido, 1993. Dirección y guion: Peter Greenaway Duración: 120 min. Género: Drama teatral. Fotografía: Sacha Vierny Música: VV. AA. Reparto: Julia Ormond, Ralph Fiennes, Jeff Nuttall, Philip Stone, Don Henderson, Jonathan Lacey
¿De qué va?: En un gran auditorio se recrea una pieza teatral. Un niño nace en el Mâcon del siglo XVII y una chica aprovecha el bebé para hacerse pasar por la madre virgen que ha concebido al pequeño. Con la ayuda de la iglesia, la fama del recién nacido se extiende por toda la ciudad y pronto surge la leyenda de que el niño es santo. Miles de personas peregrinan para recibir la bendición del presunto niño prodigio, pero un hombre amante de las ciencias pone en duda el rentable milagro. 


En el año 1994 llegaron a los cines españoles distintas películas de estética pictórica, muchas de ellas beneficiadas por la temporada de Óscars: Drácula de Bram Stocker, Adiós a mi concubina o El piano llenaron las salas con sus trabajados envoltorios técnicos. Por desgracia, El niño de Mâcon no contó con la atención que precisaba, y por lo tanto pocos la incluyeron en la interesante lista de estrenos de esa temporada. Peter Greenaway ya había recibido el desdén de los programadores con su anterior obra, Los libros de Próspero, obra que en España no pudimos ver hasta 1996; y el director británico ya había sufrido un revés en el Festival de Sitges de 1993, cuando El niño de Mâcon se alzó con un único galardón a la mejor fotografía (curiosamente Orlando, la cinta vencedora de esa edición, era un título de clara inspiración y filiación 'greenawayriana'). El niño de Mâcon tampoco ha sido reivindicada posteriormente y sigue siendo una de las películas más desconocidas de la filmografía de Peter Greenaway, datos que motivan todavía más su visionado. Una clamorosa injusticia, porque seguramente estamos ante la obra de Greenaway en la que el fondo se funde de manera más equilibrada y homogénea con la forma; también ante una de sus obras más actuales, tanto por la vigencia de sus temáticas como por la ruptura todavía novedosa de su sentido de la representación cinematográfica.


En El niño de Mâcon aparecen condensadas todas las obsesiones de Greenaway. Un grupo de comadronas va contando en voz alta las contracciones de una mujer embarazada, al parecer poco agraciada físicamente. Posteriormente, el pequeño aparece sobre un púlpito dorado cual niño Jesús, y cerca de su trono van desfilando un sinfín de pobres pidiendo clemencia y bendiciones al bebé santo. Y ya en el último acto, la falsa virgen que hizo pasarse por la madre del pequeño para obtener réditos económicos redime sus pecados al ser violada dos cientas ocho veces mientras unos jueces cuentan uno a uno los hombres que hacen fila ante el catre donde se perpetra la barbarie. Los números aparecen recurrentemente en el cine de Greenaway, y a su vez la lógica numérica es la que rige unos planos que buscan a conciencia producir unos singularísimos efectos de profundidad. Números asociados al orden natural de las cosas, a la proporción de los objetos, a la superstición. Números de muchos dígitos, porque sería imposible contar el número de actores, complementos de vestuario y efectos ópticos que aparecen en escena. Y números primos, únicos en su especie, porque Greenaway recrea por enésima vez un mundo propio con su particular sentido de las matemáticas cinematográficas, con el barroquismo como proporción áurea a conseguir.


El niño de Mâcon también marca la diferencia por su explícita vertiente provocadora y anticlerical. Estamos sin lugar a dudas ante el artefacto más blasfemo de su autor, el esputo más evidente que Greenaway lanza contra la Iglesia y sus secuaces. El film toma la iconografía religiosa como marco de la acción y sus relaciones con el texto bíblico son constantes, de tal manera que el espectador asiste a una revisitación sarcástica e hiriente de algunos de los pasajes más conocidos de los principios católicos (el establo con el buey y la mula es el escenario del encuentro carnal de la 'virgen' y el hombre de ciencias, nada que ver con la plácida imagen del portal de Belén recreada en multitud de imágenes). Greenaway también cita directamente a los altos mandos de la Iglesia como azote de una sociedad sin asideros: ellos son los cómplices del disparate que se organiza alrededor del pequeño, y ellos son los primeros en castigar a los que antes utilizaron al bebé por mero beneficio. Unas lecturas todavía muy actuales, y una propuesta formal nada complaciente (de hecho, uno de los aspectos que motivó su escasa distribución fue el revuelo que levantaron algunas de sus escenas más violentas).


El niño de Mâcon es también la obra más compacta de su autor. El hecho de que la trama suceda en un teatro barroco no es baladí y al final se convierte en el verdadero sentido de la obra representada. A lo largo del film vemos los tramoyistas, los trucos de escenografía que cambian en función de la escena y las lentas transformaciones que sufre el escenario para acoger los distintos espacios, tanto mundanos como reales, por los que desfilan los personajes. La sensación es la de estar asistiendo a una representación teatral en vivo y en directo, sin pausas entre sus distintos actos y con la espontánea aparición de algunos espectadores como participantes y comentaristas de la acción. La fotografía juega a producir esa sensación de irrealidad, de estilización y de condensación narrativa: cuando los planos se abren, somos conscientes de que estamos ante una obra (teatral) dentro de una obra (cinematográfica), y los límites entre el gallinero y el escenario se difuminan formando un bodegón imprevisible. Greenaway, con todo, se guarda un as en la manga y en el último plano los espectadores, que hasta ese momento funcionaban como alter egos del propio espectador, dan las gracias y miran a cámara como los actores. Un truco con el que Greenaway nos dice que todos somos responsables de las barbaridades recreadas y que todos, absolutamente todos, somos víctimas y verdugos del desfile de miserias humanas recreadas a lo largo del film. Es aquí cuando el voluble espacio de El niño de Mâcon pasa de ser un capricho formal-visual a un motivo cargado de semántica: Greenaway parte de los principios de un pintor para recrear las contradicciones y sombras humanas, por lo que el carácter itinerante y cambiante del escenario es en realidad una clara metáfora del hombre que muta sujeto a sus bajezas (instintos varios) y a ciertas fuerzas capaces de mover los hilos de la miseria (de nuevo, la capacidad de manipulación de los estamentos religiosos). Y en un plano interpretativo superior, Greenaway también apunta que cualquier espectáculo tiene sus consecuencias, o bien que toda representación artística debe zarandearnos en todos los sentidos: el cine como mero entretenimiento no es válido, básicamente porque según los principios greenawayrianos la evasión sin más traiciona la naturaleza del cine como arte (al fin y al cabo, la farsa termina, la película también, pero los cadáveres de los personajes siguen inertes sobre las tablas a modo de accidentes inevitables de la función).


Finalmente, no hay que olvidar que estamos ante la película más teatral de Peter Greenaway, aunque, como toda la filmografía del director, la cinta funciona como una combinación ecléctica de principios arquitectónicos, escultóricos, pictóricos y literarios. El personaje de Julia Ormond urde el cruel negocio en un monólogo escrito como un aparte teatral. Las citadas comadronas hacen las funciones de coro clásico. El equilibrista de movimientos lascivos con el que se abre la obra puede ser una representación de los dioses que rigen los designios de los personajes según los principios de la tragedia griega. Y el juego de escenarios potencia la naturaleza teatral del conjunto: en un momento clave, la protagonista desaparece de la escena pasando por una portezuela de madera que comunica con las tripas del escenario real, y que en la ficción se expresa como un sótano oscuro donde la mujer tiene encerrados a los verdaderos padres del niño (mientras que el teatro solo admite la acción que sucede sobre las tablas, en la película se suceden diferentes capas, como si el escenario fuese infinito tanto en lo alto como en lo ancho).   


En resumen, una película punzante y subyugante, sangrienta y extrema, que pone patas arriba cualquier convención y propone un espectáculo tan clásico como atemporal. Greenaway, siempre afín al barroquismo, delimita temática y estilísticamente su obra, por lo que de El niño de Mâcon, más que ninguna otra de sus película, se consigue una experiencia incómoda e hipnotizadora. Una exposición a ratos insoportable de hechos grotescos, personajes deleznables y sucesos escandalosos... y todo ello, aunque nos pese, un reflejo de la maldad sobre la que se asienta la esencia del hombre.

1 comentario:

asmodeo dijo...

Gran película. Recuerdo el hecho de los personajes cambiándose los papeles entre ellos tras bambalinas. Algo similar ví después en Sinecdoque NY. Saludos!