miércoles, 10 de junio de 2020

CRÍTICAS | FESTIVAL DE CANNES (III)


MATTHIAS & MAXIME
Canadá, 2019. Dirección y guion: Xavier Dolan
Sección oficial a concurso del Festival de Cannes

En Los amores imaginarios, Xavier Dolan filmaba un trío amoroso con el ímpetu y la inocencia de un adolescente. En Matthias y Maxime, los personajes se acercan a la treintena y deben gestionar su amistad con los deseos y designios de una vida plena, en un mundo adulto. La evolución de esas dos cintas (del hedonismo a la melancolía, de la exaltación extrovertida a la introversión) describe a la perfección el crecimiento de un cineasta cuya impronta se hace patente en todos sus fotogramas. Lo que antes era firma de novel con ínfulas, ahora es una marca de estilo. Con todo, sería un error considerar Matthias y Maxime como una película madura, y es en este punto donde el cine de Dolan se abre en canal ante nosotros, sensible y sentido, con todas sus virtudes y defectos. A la postre, Dolan sigue hablando de lo mismo, o dando tumbos en torno a las mismas ideas. Casi nunca construye personajes con dobleces, interesantes. Su querencia por el grito, la desestructuración familiar y el montaje sincopado, con euforia musical de aderezo, resulta tan estimulante como cargante. Y entre medias, uno se pregunta si Dolan, más allá de evidenciar el carácter personal y generacional de su filmografía, no pierde otra oportunidad de filmar el documento definitivo sobre los pecados, los excesos y las turbulencias de una juventud, masculina y homosexual, de la que solo se nos ofrece su dermis en forma de dudas (no siempre argumentadas) y excentricidades (no siempre justificadas). Sea como sea, Matthias y Maxime atesora una de las ideas más potentes de su autor: el cine dentro del cine (la filmación del cortometraje entre Matt y Max) como detonante de un conflicto vital. La prueba, para muchos irrefutable, de que la carrera de Dolan solo alcanzará cuotas más altas cuanto más se ciña a su innegable talento como cineasta y menos dependa de sus subjetividades como individuo. Otro Dolan es posible: ojalá Matthias y Maxime sea la antesala del cambio.



LA BELLE ÉPOQUE
Francia, 2019. Dirección y guion: Nicolas Bedos
Sección oficial fuera de concurso del Festival de Cannes. 3 premios César

La comedia, más si cabe la romántica, necesita nombres nuevos que pongan patas arriba los tópicos del género. En Francia, Nicolas Bedos lleva años poniendo en valor la comedia desde su faceta de director teatral, guionista, actor, cineasta y dramaturgo. Su ópera prima, Monsieur & Madame Adelman, dio cuenta de su habilidad para la construcción de diálogos y la dirección de intérpretes, unos valores que ahora cristalizan en La belle époque, su película más compleja hasta la fecha. El humor, la ternura, el vodevil y la ciencia ficción se dan la mano en una historia que traslada a un dibujante sexagenario a los mejores años de su vida: la década de los 70. En un doble juego de creación y recreación, Bedos dispone las cartas de siempre, aunque las baraja a su antojo: de ahí que el visionado sea una sorpresa constante, un viaje agradable, lleno de ingenio. De la experiencia resulta una película que reivindica la memoria y se acerca al pasado con sentido de la crítica y de la nostalgia. Una prueba de que los recuerdos, a la contra de lo que podría parecer, son una ficción. ¿Estará Bedos hablando, ni que sea indirectamente, del gran momento, pretérito y perdido, de esa comedia que tanto ama? Seguramente sí. Tan evidente como que, desprovista de sus piruetas visuales y verbales, La belle époque no es más que un entretenimiento; adulto, aunque inofensivo. Cine francés, susceptible de ser "remakeado", que se enorgullece de reproducir todo aquello que nosotros, sus vecinos, asociamos al país del amour fou. No por casualidad, en la lengua de Molière el intérprete, antes que "acteur", es un "comédien". 



UN BLANCO, BLANCO DÍA
Islandia, 2019. Dirección y guion: Hylnur Palmason
Semana de la Crítica del Festival de Cannes. Nominación al EFA al mejor actor

Al cine nórdico no le sobran cineastas apesadumbrados. A esa lista se suma Hylnur Palmason, islandés de 35 años que asegura que las películas de Saura y Erice le cambiaron la vida. En Winter Brothers, su debut, ya podían intuirse algunas esencias de los dos genios españoles: el apego al thriller, la experimentación en el montaje, su estilización fotográfica, la construcción de atmósferas inquietantes o la metáfora visual con amagos de crítica social. De hecho, su mediometraje En maler, visto con ojos ibéricos, podría ser una versión escandinava, y por lo tanto cruel, de El sol del membrillo. Un blanco, blanco día, la primera obra de Palmason que llega comercialmente a nuestro país, ahonda en esa tendencia al malestar, ahora aliado con la geografía de una Islandia que parece el lugar más bello del continente, también el más desafiante. Un policía viudo pierde los papeles cuando descubre que su esposa tenía una relación con otro hombre. Su vida se apuntala en dos direcciones: la construcción de una casa y su rol como abuelo. Todo salta por los aires cuando la sed de venganza aflora en su interior. Palmason nunca aporta evidencias, tampoco justifica hechos, ni tan siquiera filma actitudes reprobables para que el espectador juzgue lo que le plazca. Para Palmason, las imágenes en movimiento son pura abstracción. Por defecto, nada debe tener sentido para que, paradójicamente, todo adquiera significado. Un blanco, blanco día puede entenderse como una enajenación, un tránsito a la lucidez, una emancipación emocional, un regocijo autodestructivo, una redención... o todo lo contrario. Poco importa. De ella quedan cien minutos de cine retador, inaudito, incómodo. Cien por cien nórdico. Hermanado con Erice. Puro Saura. Y, sobre todo, único en su especie. Sin duda, seguir la prometedora carrera de Palmason será uno de los placeres masoquistas de la nueva cinefilia.



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