martes, 1 de abril de 2014

Crítica de GUILLAUME Y LOS CHICOS... ¡A LA MESA!, de Guillaume Gallienne


Hay películas que convencen por la claridad de su mensaje. Obras que llegan al espectador totalmente desnudas, sin rodeos ni ases en la manga. Historias que cuentan desde el minuto uno con la empatía de la platea, porque el espectador percibe en todo momento que lo que se está contando no sólo es verdad sino que forma parte del ser y sentir de los personajes que aparecen en pantalla. Uno de esos ejemplos es Guillaume y los chicos ¡a la mesa!, una narración autobiográfica que expone la tragedia de su protagonista con melancolía y con humor. Más allá de cualquier truco formal, el film impacta por la potencia de su punto de partida: Guillaume Gallienne, antes de convertirse en uno de los cómicos más respetados de Francia, vivió una infancia y adolescencia marcada por el capricho maternal de que él, en realidad, era una niña, y en su defecto, tiempo después, un joven afeminado, débil... y homosexual. El film, por lo tanto, explica cómo el Guillaume adulto supo encauzar toda su rabia e impotencia fruto de una educación castradora, y cómo finalmente salió victorioso de unas carencias afectivas e identitarias que arrastró durante largos años. Y precisamente hacer que todo ello resulte punzante pero no hiriente, irónico pero nunca de mal gusto; o bien lograr que su atípica premisa no acabe salpicada por los terrenos fangosos de lo políticamente correcto o incorrecto (conseguir, vaya, que el público homosexual no se sienta insultado y que la mayoría heterosexual no entienda el espectáculo como un disparate sin enjundia), son conquistas poco frecuentes que han convertido a Gallienne en el hombre más popular y laureado del año. Lo que se llama, en otras palabras (más francesas, sin duda), un 'succès total' que ha centrado portadas de periódicos, ha llenado horas de radio y televisión, ha vendido millones de entradas y ha contado con el beneplácito de la Academia de cine de su país (5 premios César, el mayor logro jamás alcanzado por una ópera prima gala).


Gallienne arranca la historia, su historia, con su aparición en el escenario de un teatro: de hecho, todo lo que vemos a continuación son reflexiones y episodios que el actor, desde las tablas, va relatando y rememorando para el público. El juego llega a dimensiones colosales, ya que el mismo Gallienne es el encargado de interpretarse a sí mismo en sus distintas etapas (infantil, juvenil y adulta) e incluso el responsable de dar vida a su propia madre. La película, con estas bases, va hilvanando episodios de distinto calado de forma aparentemente desordenada pero realmente recurrente: la sensación es la de estar asistiendo a un ejercicio de rememoración libre, de exorcismo personal y de revisitación entre íntima y pública de un amplio abanico de miserias y alegrías (del capítulo luminoso en la Línea de la Concepción al sarcasmo insoportable de ciertos episodios en la casa familiar). Gallienne nunca pierde el norte, mucho menos sinceridad, pero en ocasiones sus funciones de bufón rey de la comedia francesa hacen que la película concatene de forma involuntaria escenas que o bien ridiculizan en exceso al personaje o bien desdibujan la entidad del film como álbum de imágenes vitales: momentos como la visita a la médica que encarna Dianne Kruger, los tests del servicio militar o algunos pasajes en el internado inglés son meros gags de herencia televisiva que se despegan de la compleja autobiografía y que funcionan como insertos demasiado complacientes con el sentido del humor de un público mayoritario. Por suerte, Gallienne reconduce su crónica al terreno de lo humano y pone broche de oro al film con un monólogo psicoanalítico digno de elogio: de ahí que Guillaume y los chicos... ¡a la mesa! resulte tan lúcida y compleja como carente de odio y crítica.


El film puede parecer una revancha personal, pero en él no percibimos ningún amago de violencia. Una jugada casi perfecta. Es, eso sí, un esputo juguetón, ligeramente incómodo y eminentemente lúdico, con el que Gallienne, a tenor de lo recaudado, logrará reembolsar tantos años de psiquiatras y traumas. No es una obra maestra: si acaso original y valiente, que no es poco. ¿Su éxito está un tanto injustificado? Cierto. Pero apostamos a que una vez que termine la fama de Gallienne (los premios, en ocasiones, ceden ante el poder mediático de sus principales figuras) quedará una película abierta a muchas miradas, fácil de abordar desde distintos frentes y, por qué no, el taquillazo simpático pero de enorme dureza que llenó en 2013 las salas de una Francia que legalizaba, no sin polémica, el matrimonio homosexual mientras se producía una explosión de la ficción queer, La vida de Adèle prefería hablar de la pureza del amor (sin etiquetas) y El desconocido del lago exponía (sin tapujos) los mecanismos más oscuros del deseo.


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Para los que les gustan pisar las fronteras de la corrección-incorrección.
 Lo mejor: El salto mortal que realiza su actor-autor.
Lo peor: Algunos 'gags' reiterativos.


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