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La cinta blanca, el cine de Michael Haneke conquista una nueva cúspide. Dreyer, Bergman y el Haneke perturbador de siempre se reunen en un título tan atemporal como escalofriante, una película que cautiva y agobia durante dos horas y veinticinco minutos de auténtica emoción.
Las imágenes de este milagro en equilibrio, de este clásico instantáneo, tienen la fuerza de lo pictórico: todo, fondo y forma, obedece a una coreografía malvada, estudiada y calibrada al milímetro. El puntillismo de Haneke se muestra aquí en todo su esplendor: cámara fija, pequeños travellings, un color negro purísimo que se oscurece por la noche y se llena de matices grises y blancos cuando la mañana llega a la aldea protagonista. Apabulla la estructura de un guión que nos envuelve, asquea y entusiasma, base capital de un relato que, cuando parece dispersarse o caer víctima de cierta rigidez formal, nos sacude con nuevas revelaciones, nuevos y más estimulantes matices, más armas de debate y relectura.
La cinta blanca es cine y el cine será ahora
La cinta blanca: no hay duda que será un placer contar con ella para próximas revisiones. No puede presentarse ningún pero: no sólo es una de las mejores películas de la década que ahora acaba, sino un título atemporal, una película que basará la mirada de nuevos artistas y que será estudiada con delectación por todos los colectivos que presuman de cinefilia. Haneke toca el cielo, aunque en ocasiones parezca aliarse con el mismísimo demonio. Pocas veces saldrán del cine tan tocados y perdidos, cansados a la par que extasiados, enamorados y horrorizados a partes iguales. Un auténtico escalofrío.
La cinta blanca es la trágica crónica de una aldea protestante en la Alemania del S.XX, un año antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Haneke, que siempre ha recurrido a un presente latente aunque impreciso, mira por primera vez hacia un momento clave de la historia. La estrategia es de por sí inusual: donde otros narran contiendas o historias de soldados, artefactos y artificios, Haneke se siente atraído por la falsa calma que precede a la furia de la guerra y sus motivaciones tienen un calado mayor. Aquí no se narra un drama político, sinó la maldad humana que será capaz de destruir casi todo en una centuria espeluznante. Debemos remitirnos al pasado porque, si los hijos de la generación que retrata La cinta blanca fueron oficiales nazis, debemos pensar que esos padres fueron en su día hijos y que los nietos de éstos también crearon descendencia. Al final, La cinta blanca es la historia de toda la humanidad, y su pueblo, una endiablada metáfora de todos los pueblos que nos rodean (algo similar sucedía en Dogville, otra pieza capital del nuevo y más lúcido cine europeo). Y como la cadena de herencias y parentescos no termina, todos los personajes de la cinta devienen verdugos y víctimas, lisiados e irados peones de una partida con múltiples crímenes y asesinos. Nosotros, por lo tanto, también somos culpables, el último peldaño de esa familia de diablos; y el plano final, igual que esa simbólica escena de Caché, lo corrobora: el espectador preside la misa, se siente observado por la multitud y revisa el lento fundido a negro que nos vuelve a dejar con el enigma en el aire.
Para los que escriban que La cinta blanca es la película más desangelada de Haneke deberían revisar las directrices del relato. Se agradece que, por primera vez, Haneke inserte personajes en los que apoyarse entre tanta mugre. El caso más evidente es el del maestro, que aquí funciona también como narrador de todo lo sucedido. De hecho, la voz omnisciente nos hace partícipes de su historia porque se vé en la obligación moral de contar lo sucedido, aunque nunca llegara a atisbar la verdad. El cine de Haneke plantea problemas y propone múltiples vías de debate, nunca soluciones. Cómo no pensar en La cinta blanca como un cuento oscuro, la evocación de un pasado no tan lejano que sigue conmoviendo a los implicados noventa años después. Y, como no podía ser de otra manera, todo aparece según los recuerdos de ese maestro que, al ser el único personaje enamorado y soñador, se distancia de las gentes del pueblo y puede juzgarlas con mayor objetividad. Su condición de foráneo es clave y Haneke, en el que podría ser su alter ego, recompensa el personaje: él saldrá sano y salvo de esa atmósfera de odios y venganzas, eso mismo que critica la baronesa a su altivo marido. Con él, observamos las rutinas de la aldea y las vidas de todos sus seres, con especial dedicación para el administrador, el médico, el pastor y el barón, sin olvidar su incontable nómina de hijos y familiares. Haneke focaliza su ojo perverso en esos pequeños gestos casi rituales: cómo el niño va a buscar la bara que después usará su padre para pegarle; cómo los hijos harán cola para besar la mano de sus primogénitos; cómo, tras la muerte del payés, se apilona el séquito fúnebre y se intuyen rencillas entre hermanos y vecinos. Todo obtiene el poder de lo simbólico: la reacción de Marvin puede llevarnos a intuir castigos de naturaleza religiosa por parte de los más pequeños; y, por ejemplo, la escena en que los hijos del administrador roban la flauta de Sigrid y lanzan el pequeño a un estanque resume de forma maestra la lucha de clases, las trágicas pullas entre aquél que tiene y aquéllos que no tienen, pero quieren tener... y a cualquier precio. ¿Inocencia o mero egoísmo? Momentos, en definitiva, que perpetuan su poder al no perder vigencia; nada, por lo tanto, diferente a lo visto en El vídeo de Benny, Funny Games o La pianista.
Si las imágenes tienen el poder de un cuadro renacentista, las formas de esta aldea son dignas del peor medievo. Machismo y maltrato se agolpan para demostrarnos que no hemos avanzado tanto. La autoridad de la figura paterna, a la que se trata de usted; el intocable poder del barón, azote y a su vez motor de la vida social y económica del pueblo; la mujer, siempre relegada a un segundo plano y víctima de contínuos reproches... La cinta blanca, que atesora algunos de los diálogos más punzantes del momento, habla sobre todo de la educación, de lo difícil que es enseñar y de lo peligroso que puede resultar adoctrinar con falsas consignas. Las caras de esos soberbios pequeños, excelentes actores, tienen cierta belleza y también un tono elegíaco y despiadado. Nadie es tan malo ni nadie es tan bueno por mucho que se remita a un diós todopoderoso que no hace acto de presencia en ningún momento. La guerra venidera es la muestra definitiva que el hombre, durante siglos pasados, abrazó a Diós como figura todopoderosa y dictatorial, pero no como elemento de enseñanza, moralidad y vida austera; la religión se ha corrompido, pudre a quienes la pregonan y deja de tener sentido. Podemos imaginar una venganza por parte de los más pequeños, algo que nos ha llevado a la actualidad. Pero, como nos dice Caché, el sistema educativo actual tampoco es paradigma de nada. La cinta blanca no es una cinta anticlerical ni reaccionaria: juega con elementos muy reconocibles y los relativiza al máximo para que el espectador pueda debatir sobre ellos, incluso cuestionarlos. He aquí la grandeza del conjunto y el principal valor de toda la filmografía de Haneke.
Podrían tratarse los símbolos (la cinta blanca del título, el pájaro enjaulado) o podría estudiarse todos los personajes por separado, seres que ya hemos integrado como miembros de nuestra familia cinematográfica más cruel y querida. Eso lo dejamos para próximas revisiones. De momento, nos quedamos con la incertidumbre de saber qué camino tomará el cine de Haneke ahora que ha conquistado la excelencia a nivel de fotografía, montaje, guión y dirección de actores. Sin duda, será un placer ver y rever las obras de un autor que ya merece un lugar entre los grandes. La cinta blanca juega en otra división y demuestra que el cine puede ofrecernos emociones en carne viva sin necesidad de 3D ni gafas dignas del parque de atracciones más deleznable. El futuro del cine está aquí, en el pasado, sabiendo lo que fuimos, siendo conscientes de lo que somos y vaticinando lo que seremos. La mejor película del 2010 ya está en las salas. Disfrútenla.
Nota: 10