Álex y Virginia, Fernando Tejero y Malena Alterio, representan la pareja de españolitos de clase trabajadora en busca de una vida digna. Sin lujos, simplemente digna. Y con una casa. Un piso propio, porque el carácter español es propenso a la propiedad, no quiere vivir de prestado ni de alquileres. También forma parte de la idiosincrasia nacional el 'ya lo haré mañana', el 'ojos que no ven, corazón que no siente', el engaño y el autoengaño. Y de ahí a la estafa hay solo un paso. Álex y Virginia reciben la presión de una sociedad que los obliga a formar su propia familia bajo sus cuatro paredes. Pero los pobres son engañados por la constructora y por esas gentes que van al trabajo con esmoquin, con su coche caro tras dejar su mansión de lujo. Siempre pringan los mismos. En la realidad y en el cine, porque Cinco metros cuadrados recuerda las penurias de los seres de El pisito por tener un techo bajo el que refugiarse del frío madrileño. O la protagonista de La soledad, que en su paso del campo a la ciudad se veía obligada a compartir piso. La misma situación que vivían Emilio y Belén, de nuevo Tejero y Alterio, en la serie Aquí no hay quien viva, obligados a mantener sus escarceos amorosos en el escaso espacio de una portería bajo la atenta mirada del padre de él. En el film de Cinco metros cuadrados hay una escena similar pero a la inversa, nada cómica, todo drama: el monólogo de un suegro que invita a su yerno a buscarse la vida y a saldar una deuda económica. Pero Álex, el protagonista, solo pide dignidad. Lo mismo que imploraban los personajes del gran Berlanga. Porque al final todo es una cuestión de cantidad: los novios discuten si poner uno o medio bogavante en el menú de su boda, si renunciar a unos cuantos metros cuadrados y acatar el chanchullo que les proponen sus estafadores. O todavía mejor: lo que simboliza ese plato y esos metros cuadrados.
De forma austera pero certera, Cinco metros cuadrados logra una sensación de claustrofobia notable, encajonando a los personajes en unos escenarios que los oprimen. El guión en boca de los actores discurre de forma natural, como si fueran víctimas de una estafa auténtica y sus palabras fueran la sentida crónica de una realidad social. El director hace que su película no funcione solamente como oportunista ficción sobre la crisis: habla de muchas más cosas y la historia no perderá vigencia cuando la burbuja vuelva a estabilizarse. Un final precipitado y excesivamente peliculero pone en peligro los endamiajes de esta historia de obras paradas, pero en líneas generales se agradece la sencillez y la sinceridad de una historia que no suena a nuevo. Sería un error creer que el periplo de Álex y Virginia termina allí donde acaba la película. La lucha sigue, y la vivienda será irremediablemente el epicentro de otras tantas historias que nos volverán a recordar lo mejor y lo peor de nosotros.
Nota: 6
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