sábado, 22 de noviembre de 2008

SERIES 3: SEXO EN NUEVA YORK


a Anna Aragón.

A finales de los noventa, la mojigatería estadounidense tuvo un blanco fácil: una serie nacida para rellenar la parrilla televisiva de noche (igual que Anatomía de Grey) cuyo ritmo contagió poco a poco a todos los televidentes (¿existe el término televidentas?). Sexo en Nueva York supuso una ruptura con la tradición televisiva anterior: cuatro mujeres paradigmas de la urbanita que grita su libertad y liberalismo, damas de clase alta que trabajan para comprarse unos Manolo’s o el último bolso de Prada (nunca una serie favoreció tanto a la moda), protagonizaban una trama vespertina sobre el amor, las dependencias y las relaciones humanas desde un tono rápido, vivo, sarcástico y… femenino. Pero Sexo en Nueva York no celebra la alta cocina porque se sabe un culebrón de categoría, un folletón de narrativa más elaborada, un cuento de hadas inocente donde cuatro treinteañeras siguen ancladas en los viejos clichés del príncipe azul o el hasta que la muerte nos separe. Tal tradicionalismo choca con las voces que tomaron la vida de Carrie, Samantha, Charlotte y Miranda como el antimodelo a evitar, seguramente por las escuetas, más insinuantes que explícitas escenas de sexo, elemento secundario en el devenir de la historia. Barack Obama asistió a la premiere del film en Nueva York sin temer represalias y voces radicales. Hillary, cómo no, prefirió comprarse el pack de Los Soprano y no defender la que para algunos es el banal relato de cuatro perturbadas, alocadas, feministas, pijas y pesadas mujeres de verborrea insoportable y ademanes de superioridad.


Carrie representa una gran parte del público de la serie. Es la eterna soñadora que ha confundido la bohemia con el capitalismo. Carrie derrocha simpatía y atractivo, pero la serie nos la presenta como una mujer sola con problemas económicos (cosa obvia), alguien insatisfecho con su vida que se esconde tras una fachada de falso lujo y recato. Pero Michael Patrick King es benevolente y al final elevará a miss Bradshaw como una escritora de éxito y una mujer que consigue casarse con su amor utópico, Mr. Big. Con ella soñamos tener una vida mejor, un amante mejor y un piso más grande con más y mejores ropas. Carrie, al igual que Betty, representa la insatisfacción del norteamericano medio. Los ricos también lloran… y nos gusta saberlo.


Las seis temporadas de Sexo en Nueva York son claves para entender la televisión contemporánea, sobretodo Betty, Mujeres desesperadas, Weeds o Cinco Hermanos. Nunca una serie con cuatro protagonistas ha sabido equilibrar tan bien los guiones y las intervenciones de los actores. Cada historia complementa a la otra y funciona por separado. Es todo un acierto el uso de la voz en off, la estructura de capítulos (semi)independientes entre sí o la cortinita de presentación, imborrable para cualquier teleadicto de nivel. Sexo en Nueva York es una serie discutible, pero el envoltorio es tan atractivo y adictivo que a nadie le importa el contenido del regalo. Además, esta es una de las pocas series en las que cada capítulo, una micro cápsula de veinticinco minutos, propone algo nuevo sin estancarse ni dejarse vencer por el cansancio de la fórmula. Ver Sexo en Nueva York es una adicción que nunca pasará de moda, uno de los productos que más dvds ha vendido, más páginas ha llenado y más premios se ha llevado (cítese sus incontables Globos de Oro y sucedáneos). Un clásico de eterna vigencia que aún no ha encontrado imitador. Larga vida, pues, a Sex and the city, un emblema más de la ciudad de las luces comparable al Central Park, la Estatua de la Libertad o ese Manhattan nocturno, repleto de taxis, restaurantes y opulencia.



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