El havre y El niño de la bicicleta coincidieron en la sección oficial del Festival de Cannes. Ambas son las últimas obras de tres de los directores más respetados del cine europeo. Ambas son historias de poco metraje que invitan al optimismo en tiempos difíciles. Ambas funcionan como descripción de la ciudad en la que sucede su historia: el Havre portuario, de badulaques y casas humildes; un pueblecito belga, con sus barrios residenciales, naves industriales y calles vacías. Ambos son cuentos en los cuales un niño cambia la vida de dos personas adultas extrañamente altruistas y comprensivas. Y ambos son films muy comprometidos con la realidad de la Europa del ahora, capaces de dibujar esperanza allá donde solo parece haber injusticia y oscuridad. El niño de la bicicleta es sumamente coherente con el estilo dardenniano, El Havre es una película cien por cien Kaurismäki, y ambas representan la consolidación de sus artífices y la puesta al día de dos maneras de entender el cine que parecían caducas: el realismo social sucio de los belgas, que tocó fondo con El silencio de Lorna; y el realismo mágico surrealista del finlandés, poco brillante en Luces al atardecer. Y a partir de aquí las diferencias. El Havre se sitúa entre lo real y lo maravilloso, porque en el mundo de colores saturados de Kaurismäki todo resulta extraño y a la vez familiar. Un cerezo en flor sella un final feliz. Un niño inmigrante escapa de unos policías que no hacen demasiado por impartir la ley. Una mujer sana de su trágica enfermedad por decisión divina, compensación quizás de la buena acción de su marido. El Havre es una historia milagrosa que juega al absurdo y cuyo tono y mensaje solo está al alcance de los cinéfilos con buena predisposición o bien de los conocedores del curioso cine de Kaurismäki. Tanto El niño de la bicicleta como El Havre, por su aparente pequeñez formal, corren el riesgo de ser vistas como películas menores cuando en verdad son dos films de esplendorosa lucidez y madurez. Son aptas para todos los públicos, incluso necesarias, pero no recomendables para todo tipo de paladares. Y en los dos casos se cumple eso que dicen los franceses: Il faut aimer le style. El hecho de estar en el principal festival de cine del mundo, escaparate de los mejores autores y fiel reflejo de las tendencias cinematográficas seguidas y a seguir, corrobora la valía de estas dos obras personales, agradables, necesarias. El niño de la bicicleta me animó a revisar la filmografía de los Hermanos Dardenne (que ocupa un lugar estratégico en mi videoteca). Y Le Havre sin duda ha reactivado mi interés por el cine de Aki Kaurismäki, cuyas primeras películas todavía no vi. Ultimamente es fácil tener la sensación de que el cine de hoy en día está empeñado en realizar series televisivas convencionales de hora y media. Eso no ocurre con el verdadero arte, con los verdaderos autores. Alegra saber que los grandes de los 90 siguen dando guerra con sus obras sugestivas, atractivas, sensibles. Ojalá suceda lo mismo con lo nuevo de Moretti, Loach o Kusturica, por citar otros buques insignia del cine europeo que tiene plaza reservada en La Croisette.
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