A las makes
Era de esperar que la vida de John Edgar Hoover, considerado el fundador del FBI, fuese llevada a la gran pantalla. Actualmente se discute muchísimo sobre los conceptos de intimidad y seguridad en relación a una sociedad globalizada en una era tecnológica dominada por las redes sociales. Para entender quién gobierna a los gobiernos, quién controla nuestros datos y qué mecanismos siguen aquellos que imparten justicia es interesante volver la vista atrás, rememorar los inicios y recordar cómo, cuándo, dónde y sobre todo quién empezó a revolucionar los parámetros de búsqueda, rastreo y control ciudadano. Afortunadamente esta tarea de revisionado, investigación y filmación ha recaído en un hombre tan inteligente como Clint Eastwood, y en sus manos la historia de J. Edgar Hoover adquiere nuevos significados. Si miramos la filmografía del Eastwood director nos daremos cuenta que uno de sus grandes intereses ha sido la justicia, una obsesión que recorre transversalmente su carrera tanto en su reivindicación del cowboy moderno (Gran Torino, Deuda de sangre, Ejecución inminente) como en su exploración del melodrama épico (Mystic River, Million Dollar Baby). Quizás ese discurso sobre la justicia ha quedado un tanto soterrado porque el cine de Clint Eastwood no busca la tesis fácil, sino que alimenta sus tramas, mima a sus personajes y acaba confiriendo a sus grandes obras un aura de clásico en constante exploración de la psique humana. La justicia, por lo tanto, está en el cine de Clint Eastwood porque forma parte de su código cinematográfico como artista criado en el western y el thriller comercial; y también de su concepción del mundo como ciudadano norteamericano, ya que forma parte de la clase cultural de un país que idealiza y mediatiza con delectación cualquier investigación o proceso judicial (algo que ha llevado a muchos a hablar de un 'cine de juicios' típicamente yanki en el que no costaría incluir títulos como El intercambio o Medianoche en el jardín del bien y el mal).
Precisamente de justicia histórica hablaba Mi nombre es Harvey Milk, film que comparte guionista con esta J. Edgar: Dustin Lance Black, la segunda pieza importante para entender los entresijos de la película que nos ocupa. Lance Black, abiertamente gay, ofrece su versión y visión de un hombre cuya vida se presta a la ambigüedad. En Mi nombre es Harvey Milk había un interés por reivindicar la figura de Harvey Milk, mientras que en J. Edgar no hay ninguna intención por ensalzar el personaje. Un dato que debería ir a favor del trabajo de Eastwood-Lance Black, pero que en parte pone palos a las frágiles ruedas que sustentan el relato. Lance Black concibe claramente al creador del FBI como un homosexual reprimido víctima de una sociedad conservadora y una educación de arraigo matriarcal y controlador. Y a partir de aquí cualquier intento por esbozar un retrato más o menos sólido del protagonista, y por ende convincente, acaba por afectar a la historia. Lance Black no se moja, y auspiciado por el Clint Eastwood más correcto lleva su biopic grandilocuente (por abarcar tantas décadas, por resultar en ocasiones una mera acumulación de datos) al drama romántico, demostrando que J. Edgar era un pretexto para explorar las complejidades sexuales de su protagonista, y no una base para indagar la personalidad del señor Hoover (prueba de ello es el poco peso que tiene en la trama la secretaria que interpreta Naomi Watts: el por qué de su fidelidad hacia Hoover incluso después de su muerte es un apartado que desgraciadamente no ha interesado a Lance Black).
J. Edgar, en definitiva, se presenta como un film sólido en lo narrativo, con el pulso de los maestros que están detrás del proyecto, tanto en las tareas de guión como de dirección. El gran problema es que las preocupaciones de uno y otro discurren por caminos distintos: Lance Black entiende el oficio de Edgar Hoover como una excusa para construir un cuento de amor frustrado, presiones sociales e insatisfacciones sexuales; y Clint Eastwood centra sus esfuerzos en describir a una de las máximas figuras del S.XX. Ambas visiones no dejan de ser complementarias y juegan a favor de las sombras que rodean a John Edgar Hoover: ¿era un héroe o un villano?, ¿un ególatra o un hombre con verdadera vocación de servicio público?, ¿simplemente alguien inseguro o un tipo que canalizaba sus complejos castrando a aquellos que le rodeaban? Y al mismo tiempo, la sensación de que J. Edgar funciona en todo momento pero solo a pleno rendimiento en ciertas escenas resta convicción a la propuesta. Esto explica su ninguneo en los Oscar: su mirada homosexual habrá molestado a la parte conservadora de la Academia, y su inevitable lectura parcial del Hoover director general del FBI tampoco habrá gustado a los que esperaban una radiografía lúdica de la historia reciente de Norteamérica como hizo Spielberg en Munich o Scorsese en Gangs of New York. Algo que no resta interés a J. Edgar, una película con trampa pero que se sustenta gracias a la magnífica interpretación de Leonardo DiCaprio y a la intensidad de ciertos momentos en los que el mejor Eastwood se encuentra con el mejor Dance Black (cítese: la secuencia en la que J. Edgar sale al balcón ante la multitud, no sabemos si víctima de su grandilocuencia, en el fondo dominado por cierto miedo escénico o bien consciente de su responsabilidad con la sociedad que lo mira simbólicamente desde abajo).
Nota: 6'5
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J. Edgar es una correcta película biográfica sobre una polémica personalidad. Un film con una fotografía destacable y con una iluminación que capta la solitaria identidad del protagonista, pero que impide el disfrute de muchas escenas. Hace poco la vi a través de Filmes Online y es de verdad una cita que disfrutas mucho, además no sólo te entretiene, la historia en general logra cautivar al espectador. Muy recomendable.
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