lunes, 4 de marzo de 2013

La vida sin mi: Crítica de OSLO, 31. AUGUST, de Joachim Trier

Aunque el calendario indique lo contrario, el verano termina con la llega de septiembre. Septiembre marca de hecho el inicio del año y no enero: entraña el comienzo de un nuevo curso, la vuelta al trabajo, el regreso a la gran ciudad. La verdadera ruptura se produce el treinta y uno de agosto, porque aunque no se celebre ni quede marcado oficialmente septiembre siempre es sinónimo de algo que está por venir, de nuevos planes, de una vida totalmente diferente. Anders, el protagonista de la película, debe decidir qué hacer con su vida, y no es casualidad que su recorrido sea la historia de una ciudad (Oslo) y la crónica de un día (coincidiendo con las últimas horas del estío). 'Mi cumpleaños en verdad es mañana', dice una antigua amiga del protagonista, como si todos los seres de la película y el propio director se confabulasen para convertir el 30 de agosto en el último día del mes. Y una vez amanece, Anders deja nadando en una piscina a todos aquellos con los que había compartido alguna cosa alguna vez. Así, en términos vagos. 'Hoy es el último día antes de que la vacíen', piensa Anders en referencia a la simbólica piscina, y de nuevo el factor temporal se impone como clave de la segunda película de Joachim Trier. Por ser una historia en orden cronológico, y al mismo tiempo llena de fugas y partes, con un inicio dialogado y un segundo tramo musicalizado, con la evocación de un pasado que no volverá a modo de prólogo y el viaje posterior, marcado por dos intentos de suicidio que indican que Anders quiere hundirse y no salir a la superficie de su piscina emocional.


'Creerán que es una sobredosis', dice convencido refiriéndose a sus años de adicción a las drogas, y la película acaba por devenir profética, porque Anders sabía qué quería hacer, con quién quería hablar. Su meticulosidad va en paralelo al oficio del director, que filma a Anders siguiéndole en su premeditada y meditada estancia final en los infiernos. De ahí la belleza elegíaca, el halo de misterio e incluso cierto romanticismo que desprenden las imágenes de Oslo, 31 August. En el arranque de la película Anders intenta acabar con su existencia tirándose a un estanque lleno de piedras y Trier filma el zambullido de forma brusca, en un largo plano fijo interrogante. La segunda estampa de muerte es totalmente diferente: Trier opta por el travelling lento, de forma que vemos a lo lejos cómo el cuerpo de Anders va apagándose, como si el director, arrebatado y enamorado de su personaje, le concediese tras una hora y media de persecución fílmica un último momento de intimidad, unos minutos de calma. Esa escena es clave para entender la película: Joachim Trier ni quiere ni compadece a su personaje, no busca entenderlo ni justificarlo, sino más bien enseñar la silueta de un cuerpo, la sombra de una figura, aceptando que las verdades y las motivaciones internas del personaje solo le pertenecen al propio Anders. De alguna forma, Oslo, 31 August es no solo el relato objetivo de lo acontecido durante 24 horas sino una evocación de lo que fue y de lo que pudo haber sido. En el cine es más interesante dejar la historia patas arriba, porque la respuesta no debe emanar de las imágenes sino de la imaginación y la sensibilidad de quien mira. Es aquí donde Oslo, 31 August se convierte en un boceto, en una pátina de colores difusos a partir de los cuales podrían surgir mil y un relatos. Hay otro momento decisivo para entender la película. En una escena Anders se encuentra en una cafetería llena de gente. Está rodeado de seres y al mismo tiempo solo, y así lo estará durante todo el metraje. Oye las conversaciones de los demás, y curiosamente las vidas que discurren a su alrededor le son ajenas, y aún así guardan cierta relación con lo que el personaje siente o podría sentir, con lo que piensa o podría pensar. En ese instante la película viene a decirnos que una vida sin Anders es posible: forma parte del plano y al mismo tiempo parece invisible. Oslo, 31 August es eso: el cuento de alguien que se difumina hasta desaparecer mientras el espectador obtiene las armas suficientes para interpretar, que no enjuiciar, lo que está viendo, a quien está viendo. Al final Anders podría ser cualquiera, y ese 31 de agosto un día cualquiera. No solo la vida de Anders parece vacía sino todas aquellas con las que Anders tenía cuentas pendientes que saldar. Nadie es imprescindible. Nosotros somos Anders. Y Joachim Trier nos lleva a un agosto frío que en el último minuto acaba por congelarse. Cine poético e incómodo, triste y valiente, para gente despierta y atenta. Una película de muerte que paradójicamente está muy viva. Especial y casi mística. Un personaje, una jornada y un film que ya están entre las mejores experiencias cinematográficas del año.



Nota: 8

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