Resulta extraño que una película como Michael y La piel que habito, dos películas presentadas en el Festival de Cannes 2011 y con una evidente conexión temática, no fuesen comentadas por sus (a ojos de quien escribe) evidentes similitudes. Se me ocurre además que los grados de unión y separación entre la ópera prima de Markus Schleinzer y la cinta número dieciocho del español más internacional vienen a explicar por un lado el éxito de cierto cine europeo en los certámenes de clase A en los últimos años y a su vez el ligero menosprecio, no tanto en el recibimiento de público como en presencia en los palmarés, que sufre Almodóvar. Michael se acoge a una narrativa que cuenta por omisión, prefiere quitar cualquier atisbo de alma a sus personajes y filmar siluetas. Una frialdad formal que en el manchego, incluso tratándose de su thriller más descaradamente antialmodovariano, no se produce. Almodóvar recurre a la figura de la madre y al discurso sobre las identidades (no solo sexuales) en La piel que habito para 'completar' la desalmada novela que es Tarántula, material literario que prometía una adaptación cinematográfica más cercana a Michael que a la historia que finalmente ha sido. En Michael no habita nada: vemos el nido de la serpiente vacío. Donde en uno hay exceso, juego de tiempos narrativos y tendencia a la hipérbole, en el otro hay una austeridad máxima, un silencio tan recurrente como impostado. Otro rasgo diferencial: Almodóvar siempre habla desde la ficción, aunque su última película tenga interesantes lecturas con la España actual; por el contrario, Schleinzer se sitúa en un cine descaradamente social, y como resultado, sus imágenes se interpretan como críticas que, aunque punzantes, son evidentes para ciertas mentes biempensantes que acaban confeccionando la lista de ganadores. Con todo esto no quiero establecer una competición entre dos formas de concebir el cine, y confieso que como espectador amo los dos estilos. Pero sí evidencia que hasta el mismísimo Cannes y sus circuitos de críticos y periodistas no escapan a ciertas modas: basta con repasar la última lista de ganadoras (Rosetta, Elephant, 4 meses, 3 semanas, 2 días, La cinta blanca, Amour) para darse cuenta que la aparente incomodidad de cierto cine indie resulta, paradójicamente, más fácil de valorar y al final de premiar que los dramas desgarrados que representan Bailar en la oscuridad y El pianista, y donde se podría añadir el nombre de las últimas producciones de Almodóvar.
Dicho todo esto, vale la pena valorar si Michael supera o simplemente sigue esa moda más o menos vislumbrada de cine 'incómodo', seco y silencioso. El hecho de que la película no ganase ningún premio en Cannes podría hacer pensar que estamos ante una copia más del modelo. Pues bien: Michael viene a ser tan novedosa e interesante para la cinematografía (la austriaca) y el cine (el de Haneke y Seidl) que representa como lo es La piel que habito dentro de la basta obra almodovariana. Si en El séptimo continente de Haneke veíamos la rutina que antecedía al horror, en Michael vemos la rutina del horror. Algo que puede parecer lo mismo pero que evidentemente no lo es. Michael es la historia de un agente de seguros de unos treinta y cinco años que tiene secuestrado a un niño de ocho en el almacén de su casa. Nada explica por qué el hombre retiene al menor. Uno piensa en una posible venganza, encargo o ajuste de cuentas. Luego intuye una psicopatía. Seguimos sus pasos, y en ellos intentamos escarbar la superficie nevada hasta dar con una respuesta. Pero Michael nos deja a tientas, como el pequeño escondido en su sótano. Porque los comportamientos extraordinarios (no por excepcionales sino por poco corrientes) nacen de la triste normalidad. Michael viene a decirnos que nuestro vecino, nuestro mejor amigo o nuestro compañero de trabajo puede ser la persona más malvada del mundo. Y al mismo tiempo la película está descrita como un viaje hacia el síndrome de Estocolmo, porque como espías de la doble realidad de Michael nos sentimos ligeramente atraidos hacia una persona con una exisntencia tan triste, tan vacía y tan prototípica que podría ser la nuestra. No se trata de entender o repudiar al lobo, sino de sentir su aliento en la cara para ser conscientes del peligro. De hecho el propio director pone a su personaje en jaque en varias escenas (una caida en una pista de esquí, una visita a un local lleno de niños, el paseo por la montaña, la entrada de una conocida en la casa), algo que eleva Michael al terror psicológico: tememos 'descubrir' y al mismo tiempo 'que descubran' los demás personajes el secreto de Michael que solo conocemos nosotros. La tensión acaba en un plano final que vuelve a desmontar El séptimo continente y similares, una escena que avecina el inicio de otra película que no veremos. Y no seremos testigos de esa otra historia porque lo visto concierne a Michael, solo a él, no por casualidad un miserable con un nombre muy común. De nuevo que Michael impacte o no en la audiencia es una cuestión de sensibilidad hacia un estilo hanekiano que no todos defienden. Al final lo incómodo no nace tanto del estilo contemplativo como del material de base: un hombre corriente que es un pedófilo obsesivo. Y en eso Michael, El séptimo continente y otras películas hacen mucho más para entender quiénes somos y hasta dónde podemos llegar que las manipuladoras anécdotas de la crónica negra de los medios de comunicación. De aquí la crítica. De aquí que Michael sea cine de primera categoría.
Hola hermano, vengo de la entrada donde hablas de "El Baile de la Victoria" y estoy muy de acuerdo contigo, de hecho, pronto, Dios mediante, estaré hablando de ella en mi blog y sin duda que esta página estará entre los créditos.
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