miércoles, 22 de diciembre de 2010

Crítica de MARÍA Y YO

María y yo es una de las películas  más tiernas del año. María y su padre viajan en avión en un trayecto que enlaza Barcelona y Las Palmas de Gran Canaria, los dos escenarios donde se desarrolla la vida de María. Todo podría parecer normal, pero María sufre autismo. Y su padre observa ese mundo interior, callado e inhóspito que rodea y encierra a María. Sus gritos, su obsesión por tocar y ver correr la arena entre sus dedos, su incansable apetito o su beneración hacia los espaguetis. Todo está rodado desde el mimo, la delicadeza, el detalle, el cuidado más absoluto. María y yo también se basa en los dibujos que el padre pinta para la pequeña, unos garabatos que han llegado a convertirse en celebrados cómics y que sirven de muestrarios, diccionarios y rudimentarios álbumes de fotos. Allí están pintadas todas las personas que María ha conocido. Este detalle le sirve al director para, en sus momentos más bucólicos, insertar pequeños momentos de ficción animada en un todo bastante compensado. Luego cuenta las declaraciones de la madre de María, palabras sentidas que conmueven sin demasiados efectos. Eso es María y yo: una equilibrada celebración de la vida y una descripción del autismo desde casi todos los prismas posibles; y a nivel artístico, una propuesta que titubea con la fantasía y con el prototípico documental de testimonios, logrando que la película no acabe situándose en ningún género concreto. Es ante todo liviana, ni excesivamente dura ni excesivamente azucarada, más íntima que combatiente, comprometida pero optimista. Como la vida misma. Como la existencia de María, personaje al que abandonamos tras 80 minutos de vivencias, anécdotas y sabrosas imágenes. Ganadora del premio a la mejor ópera prima en el pasado Festival REC de Tarragona.  Nominada al Gaudí al mejor documental del año. Y retengan su nombre para los Goya. Una propuesta singular que viene a engrandecer en cantidad y calidad la honorable cosecha del cine español del 2010. Nota: 6'5

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