jueves, 15 de julio de 2010

VILLA AMALIA 8 / 10

Villa Amalia es una de las películas más radicales del año. Es una historia tétrica, cruda, difícil, enigmática, oscurísima. El guión es esquivo y en el fondo muy sencillo: se narran los pasos de una pianista que, tras descubrir que su marido le es infiel, decide dejarlo todo. Y decimos todo, porque la película se dedica, se detiene y se delecta al retratar ese borrón y cuenta nueva por voluntad propia, ese abandono que sabe a autoreafirmación, a introspección personal, a búsqueda de un refugio propio que al final se materializa en forma de isla italiana. Villa Amalia es como una Tres colores: azul al revés: si allí se buscaba una segunda oportunidad al empezar una nueva vida tras un accidente de tráfico y la pérdida del ser querido, aquí el marido es la figura que se pierde por voluntad (quizás porque ya se había perdido mucho antes), y la segunda oportunidad surge, paradójicamente, al abandonarlo todo, al destrozar la impostura burguesa que rodea a la Ann que interpreta como siempre una Isabelle Huppert fría y genial, bella y frágil, brusca y visceral. Villa Amalia, pese a todo, habla de la vida, esa que se descubre cuando, al vaciar nuestro dormitorio, las paredes sin muebles nos recuerdan los momentos vividos y las fotografías escondidas en los cajones nos devuelven aquello que sentimos. De la misma forma que Ann se despoja de todos sus lazos y pertenencias, el espectador debe dejarse llevar por las excentricidades de su protagonista. El viaje no es tan catártico como debería, y aún así Villa Amalia es ese oasis de buen cine que huele a Kieslowski por los cuatro costados, a historia de desesperaciones, desolaciones y naufragios emocionales. Un ejercicio interesante de silencios y músicas disonantes, una trama in extremis.



Durante una hora y media seguimos la silueta fantasmagórica de Ann. Ella se reencuentra con Georges, un antiguo compañero que siempre la ha amado. Es precisamente el inesperado apoyo de Georges, parte de su pasado siempre presente, lo que la animará a abandonar a su marido, ese presente que carece de futuro. Así, en esa encrucijada personal, Ann luchará por culminar ese acto de rebeldía que no piensa explicar a nadie porque nadie está dispuesto a entender. Ann ha sido una mujer fuerte, una artista con una vida interior muy rica ahogada por la rutina, las obligaciones, las convenciones. Ann es una suicida, una Karenina moderna, la heroina inusual que escribiría Virginia Woolf, James Joyce o D. H. Lawrence. El bienestar del personaje está por encima de la del espectador: ella quiere estar sola y la película adopta para sí un luto, un desamparo que nos encanta, algo parecido a la magia de un día con el cielo nublado. Una película para ver en horas melancólicas, en una sala oscura y sin compañía. Una película para los que defienden la diferencia, para aquellos que reivindiquen el derecho a cambiar de opinión, a estar tristes y no saber por qué.

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